Eres un enamorado de las palabras. Por su belleza. Por su continente. Por su contenido. Y, cuando esa hermosura los alcanza a ambos, entonces se mudan en lo más parecido a lo sublime. Adoras igualmente su poder de conmover y de convencer. Las idolatras cuando se visten de revolucionarias y se mudan -lo dijo Miguel Hernández- en las únicas armas que no son tristes. Finalmente, cuando se desmelenan y se juntan en inane orgía, dan sus mejores frutos: las frases y, las frases, los textos. Por eso, cuando lees, de tarde en tarde, te detienes y las paladeas y te dejas mecer por ellas. En tu morada se acumulan libretas en las que quisiste aprisionarlas. Hay quien colecciona cuadros. Tú, oraciones. A diferencia de los primeros, las segundas casi no cuestan dinero y te ayudan a eso que, con frecuencia, denominamos vivir. ¿Cuál fue la última que añadiste a la colección? ¿Lo recuerdas?
Lo recuerdas. Salías de la Vigilia de Navidad de Santa Eulalia, en Maó y llevabas en tu mano una revista editada por la parroquia. Te preguntabas, tras la rabiosa coherencia de la celebración eucarística recién vivida, qué quedaba de aquel espíritu de la encarnación de Cristo en las calles por las que transitabas... Era la pregunta de siempre, anualmente repetida. ¿Fue entonces? Te respondes afirmativamente: fue entonces cuando, al ojear la publicación, te topaste con una de ellas, con una de esas frases que, efectivamente, conmueven y convencen. Rezaba así: «Muchos no leerán otro evangelio que tu vida». Y te pesó la gravedad de su advertencia, pero no tanto como la de su denuncia. ¿Os cuestionáis, periódica y verdaderamente, los creyentes, si vuestra vida se ajusta a lo que proclamáis; si esta ausencia de ejemplaridad individual (y, al sumar, colectiva), iterada, no hace sino alejar a tantos de la fuerza inconmensurable de los Evangelios? Y musitaste, con dolor, que los católicos debíais ser, forzosamente, pésimos vendedores, cuando un mensaje tan aterradoramente cautivador no era capaz de llenar vuestras iglesias...
Jugueteaste, luego (en inútil intento por desdramatizar), con el texto, proyectándolo a otros ámbitos: «Muchos no leerán otro programa político que tu vida»; «muchos no leerán otro proyecto educativo que tu vida»; «muchos no leerán otro 'El capital' que tu vida»...
La incoherencia -lo sabes- no es sino la violación de la virginidad de las palabras; la hipocresía vuestra de cada día; el divorcio, tan asumido ya, entre lo que se dice y lo que se hace... Está de moda exigir credibilidad a los creyentes. Y aplaudes la exigencia, oportuna y urgente. Pero la haces extensiva a los que os dirigen; a los que, diciéndose de izquierdas, viven como gentes de derechas; a los que apuestan por el pobre lejano, obviando al cercano; a los que defiende una enseñanza de calidad y no la trabajan; a los que...
La ciudad estaba bellísima. Algunos niños correteaban por las calles metidas a espejo. Y, al verlos, te inquietó la herencia que hoy les estamos tejiendo. ¿Está basada en la ejemplaridad? ¿En la supremacía de lo ético? Dicen que la revolución perfecta siempre empieza por la individual. Pero no estáis -temes- por la labor. Resulta más acomodaticia la censura del tú que la del yo. Y sin embargo, algo -algo incómodo- te dice que difícilmente podréis condenar la corrupción ajena, sino comenzáis por la propia, por pequeña que ésta pueda pareceos... Muchos de vuestros hijos, efectivamente, solo leerán el evangelio de vuestra vida; el programa político de vuestra vida; el manual de cómo ser padres de vuestra vida... Porque se está haciendo tarde, muy tarde...
P.S: En una cafetería, alguien alardea de haber logrado cobrar en negro lo que él califica de chapuzas. Acto seguido, se jacta de haber estafado a un cliente. Rizando el rizo presume de su inamovible subsidio por desempleo. Finalmente hojea «Es Diari» y, tras leer una noticia de actualidad, lanza una durísima diatriba sobre los políticos corruptos... ¡Pues eso!
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