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Si algo existe hoy día particularmente evanescente es el concepto de Verdad con mayúsculas. En la era de las opiniones, cada cual tiene la suya, y la mía es tan válida como la de cualquiera. Poco importe que la pretendida «verdad» chirríe como una guitarra eléctrica en un concierto de Mozart, y ni siquiera eso, alguno nos diría ¿por qué no?, el asunto es que es mi opinión, y eso va a misa, y ya sabe, hay que respetar todas las creencias y /o opiniones ( no hay tanta diferencia entre unas y otras). O sea que si alguien te espeta que los polacos invadieron la Alemania de Hitler al son de la música de Chopin, esa sería una opinión tan respetable como la de las hordas nazis haciendo lo contrario al compás de Wagner.

Otra peculiaridad contemporánea que dificulta el diálogo civilizado es la progresiva (¿e irreversible?, ay) degradación del lenguaje, de la que se hacía eco Javier Marías el pasado domingo en «El País Semanal», manifestando «su rendición a la inevitable disgregación del español, su deterioro imparable, su cada vez más veloz conversión en un mejunje del que cada cual saca lo que se le antoja y allá se las compongan los oyentes y lectores». Viene a ser lo mismo que comentaba antes sobre el concepto de verdad: la lengua también es hoy un asunto de opinión, como leemos y escuchamos todos los días en nuestra comunidad, con la particularidad de que aquí la pagana no es la castellana sino la catalana propia de estas tierras, sobre la que se asperja la falacia de que la inmersión lingüística es la culpable del fracaso escolar, pirueta contorsionista que no se sostiene en ningún estudio serio, pero muy jaleada por sus hooligans, así como el mantra aldeano de las modalidades que vendría a salvar a los niños de no sé qué imperialismo extranjero. Vatuadell, unos en bici y los otros en vélo hacia la excelencia lingüística. Allà va o vénga idò…

Otra de las falacias más repetidas hoy día es la del «mandato de las urnas». Ganamos las elecciones con mayoría suficiente para implantar (imponer) nuestro programa, nos dicen una y mil veces, es una especie de jaculatoria que repiten machaconamente desde el poder como irrebatible argumento. Pero también es falaz. En su día fue Max Weber el que planteó la falsa dicotomía entre la ética de las convicciones y la de las responsabilidades, polémica que se desató en nuestro país a raíz del referéndum de la OTAN, en el que Felipe González, ganador por mayoría absoluta, rectificó su propuesta electoral de «OTAN de entrada no» por un «OTAN, sí» que llevó a referéndum y ganó. Le cayeron chuzos de punta, pero aplicó la ética de la responsabilidad (y las pautas democráticas, referéndum mediante), y acertó en su rectificación.

Es legal y legítimo pensar que las urnas te legitiman a eso y aquello y que debes hacerlo, pero no siempre es posible ni conveniente, y ahí entra el buen tino del gobernante. Como el TIL, por ejemplo, ley reflejo de la obsesión anti lengua catalana de sus muñidores, que se ha tratado de aplicar a sangre y fuego, contra el criterio mayoritario de docentes (¿alguien en su sano juicio puede creer la maliciosa falacia de que el ámbito docente es un nido de catalanistas y rojos que lo único que pretenden es adoctrinar a los niños?), y utilizando tácticas dignas del más siniestro maccartysmo, con persecuciones, destituciones (lo más sangrante e intolerable del affaire), delaciones, censura ( ¿qué otra cosa es no poder opinar en clase?, ¿dónde queda el comentario de textos?), e incluso amenazas a los padres. Un horror.

Y qué decir de las falacias esparcidas por el ministro Gallardón para perpetrar una reforma de la Justicia que la hace mucho más dependiente del ejecutivo, con lo que Maquiavelo le gana la partida a Montesquieu. Y no digamos de la innecesaria reforma de la actual ley del aborto (acorde con nuestro entorno europeo y más garantista que la anterior ley de supuestos), o las continuas boutades del inefable Wert, al compás de sus locos recortes y sumisas genuflexiones a la Conferencia Episcopal (¿cambiarán los obispos españoles sus planteamientos para adecuarlos al espíritu Bergoglio o continuará monseñor Rouco con su cruzada?). Las urnas legitiman, evidentemente, pero no absuelven la estupidez de aplicar lo que va en contra de la racionalidad.

Y volemos aún más alto en busca de falacias cósmicas. La libertad es nuestro guía, nos dicen los neoliberales norteamericanos, el Estado es el enemigo, añade el tea party, su facción más ultra. Y, convencidos de estas ideas, no dudan en boicotear la tímida reforma sanitaria de Obama e incluso obstruir la prolongación del presupuesto, llevando el país a la suspensión de pagos si no se retira una ley que busca proteger mínimamente a sus conciudadanos de la voracidad de las aseguradoras sanitarias. Otrosí en el asunto de las armas. La libertad de llevarlas es inviolable, irrestricta, sagrada para los rudos neoliberales. Caiga quien caiga, literalmente. Y a la ética de la responsabilidad que le den.