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Los lunes, si se unen a la lluvia y a las tormentas de finales de agosto, se convierten en días especialmente nostálgicos, empieza a oler a fin de verano y la rutina se asoma detrás de la esquina con un aspecto nada favorecedor. La rutina lleva muy mal lo de la crisis y en los últimos años hace muy mala cara. En esos días nos da por recordar imágenes del pasado y a recrearnos en un cierto aire bucólico, no es malo es natural. Y ahora que está tan presente el gran problema que tenemos con la educación, gracias a unos gobernantes decididos a terminar absolutamente con todo, me ha dado por evocar recuerdos escolares.

"Cabezas cabezón", era uno de los insultos que recibía en el patio del colegio cuando estudiaba EGB (ya han llovido corruptos desde entonces), ya se sabe que algunos niños en ocasiones reparten crueldad y falta de imaginación a partes iguales, es lo que hay.

También pillaba mote cualquier niño que tuviera una característica física que sobresaliera, a saber: unas orejas grandes, unas gruesas gafas, aquí también me tocaba recibir, un peso por encima de la media, una frente despejada en exceso, unas piernas arqueadas, una estatura bajita, unos dientes descolocados, pelo de color rojizo, etc.

El objetivo para la supervivencia era no destacar en nada, mimetizarse con la media y camuflarse en la mediocridad. Si estudiabas y sacabas buenas notas eras un empollón, si desayunabas bocatas vegetales un friki, si no te gustaba el fútbol un rarito peligroso, si no veías la tele te quedabas sin temas de conversación.

Era un mundo que invitaba a camuflar supuestos defectos y a vivir en una impostura de tipos duros y autónomos que no necesitaban a nadie para ser felices. Hay que decir que algunos profesores se lo curraban, intentaban hacernos ver valores de igualdad y solidaridad, se empeñaban en enseñarnos que la belleza estaba por dentro y que todos teníamos virtudes y defectos, pero maldito el caso que se les hacía.

La competitividad era el pan nuestro de cada día, y en los patios de los colegios reinaba la ley del más fuerte, sin piedad, sin miramientos, sin remordimientos. El que era capaz de repartir tortas como panes marcaba el territorio, y siempre tenía a su alrededor un grupo de pelotas fieles que le reían las gracias esperando no ser ellos los que las recibieran, a su manera eran como pequeñas hienas intentando sobrevivir en un barrio que, sin ser el Bronx, no era muy fácil. Fin del momento nostálgico.

Esas pautas de comportamiento parecían aparcadas y olvidadas en una época infantil y lejana, pero nada de eso, los matones de turno siguen repartiendo estopa sin piedad a los más débiles. Al que se salga del renglón, a quien se atreva a llevarles la contraria, a quien replique ante sus injusticias le van a meter guantazos como si no hubiera mañana.

Quizás muchos creen que el mundo se divide de forma natural entre los que reparten sufrimiento para su propio goce y los que reciben dolor sin rechistar, y puede, aunque resulte doloroso aceptarlo, que tengan razón, pero que nadie olvide que entre los gafotas y los gorditos siempre sale alguno que dice basta y se parte la cara con el chulito de turno.

Y no me engaño, queridos lectores, sé que ese empecinamiento por no callarse la boca y enfrentarse al poder tiene un coste, y es que normalmente los que lo hacen acaban con las gafas rotas y llorando solos en un rincón del patio, pero, como decía un buen amigo, "prefiero llorar de verdad que reírle las gracias a un idiota". Además, qué puñetas, llámenme ingenuo, pero creo que, aunque sean pocos, en el rincón no estarán solos, o eso espero.