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Parece mentira pero alguien se ha dedicado a calcular la cantidad de chicles que hay pegados en el suelo de Barcelona y le salen que son más de un millón y medio.

El Ayuntamiento de la Ciudad Condal le ha declarado la guerra al chicle y se ha gastado 21.000 euros en limpiar más de 60.000 en los últimos meses, aquí no hay recorte que valga, niños con malnutrición en Cataluña pase, pero trocitos de goma pegados en la calle eso sí que no, "faltaría más", que dijo Duran.

Los chicles son difíciles de arrancar del suelo, lo hacen con agua a presión, vapor y detergentes, y la limpieza de cada uno asciende a 0,2 euros, vamos una pasta gansa por quitar el trozo de goma mascada que alguien decidió tirar al suelo en lugar de arrojarlo a una papelera.

Con más de un millón y medio de chicles repartidos por las aceras a uno le da por imaginar la cantidad de personas de diferente origen que decidieron escupirlo al suelo una vez que agotaron su sabor.

Imagino a un turista alemán con sobrepeso, aquí pido perdón por el tópico pero siempre que pienso en alemanes los veo con problemas de colesterol, será que he visitado recientemente el boulevard de Peguera en la vecina isla de Mallorca y todos los turistas germanos que pasean por sus aceras iban con unos cuantos perritos calientes de más. Bien pues, como les decía, me imagino a ese turista de la tierra de Merkel paseando por las ramblas, o después de visitar el parque Güell, mascando su chicle con fruición hasta salivar la última gota del potenciador de sabor y lanzando un contundente escupitajo gomoso al suelo.

También puedo ver al barcelonés de toda la vida, que hace tiempo dejó de fumar, y ahora devora chicles como si fueran pipas y mientras corre por las calles de su ciudad pensando en sus cosas arroja uno tras otro a las aceras. Aquí lo relevante no es si defiende el independentismo o vota a la señora Camacho, lo importante es su capacidad para lanzar bolitas de goma como si no hubiera mañana.

Podemos imaginar algún barcelonés, hijo de emigrantes andaluces y aficionado a la rumba catalana, perdón pero estoy cargado de tópicos y clichés, moviendo sus carrillos al ritmo de Peret y dejando caer el chicle cuando le duelan las muelas de tan repetitivo movimiento.

Niños, mujeres y hombres de cualquier edad, emigrantes, residentes o visitantes, chonis y canis, pijos y punkies, personas trajeadas o indigentes, los que salen del Liceo o los que piden limosna en su puerta, militares o pacifistas, nacionalistas de uno u otro lado, políticos, lumbreras del FMI o penosos ministros rodeados de guardaespaldas, banqueros, futuros reos y expresidiarios, expertos que siempre se equivocan y personas que nunca fallan aunque no sean expertos, altos o bajos, calvos o melenudos, anoréxicos o gordos, guapos o feos, amigos o desconocidos, el chicle no es clasista, el chicle nos iguala, el chicle es un elemento trasversal a ricos y pobres, está incluso más allá de las religiones, lo mascan ateos y creyentes, menorquines y catalanes, madrileños y pacenses, podemos afirmar siguiendo este hilo absurdo en el que nos hemos metido que el chicle es un auténtico revolucionario que rompe fronteras y divide a la sociedad solo en dos tipos: los que lo arrojan al suelo sin miramientos y los que buscan una papelera para depositarlo, sencillo, simple, básico.

No sé que pensarán ustedes, queridos lectores, pero cansadito me tienen nuestros "desgobernantes" de las cositas que hacen o dicen con tanta fanfarria para seguir amargándonos la vida, así que por qué no dedicarnos a masticar chicle y a pasar bastante de ellos, aunque solo pido que entremos en el grupo de los que lo tiran a la papelera, ya saben que muchos defectos tendremos pero la arrogancia y la chulería son cosa de otros.