Lo admiraban. A él y a su país. Hasta que alguien, final e inevitablemente, acababa formulando la pregunta de siempre. Su respuesta, entonces, invertía la reacción del auditorio y de la admiración se pasaba a la más indomable hilaridad. Hablaba, con frecuencia y pasión, de las virtudes de la tierra en la que había nacido y de los valores éticos de sus ciudadanos que les habían permitido salir de la crisis de una manera que otros juzgaban milagrosa. A tenor de lo dicho se refería, orgulloso, y a modo de ejemplo, a la cultura del consenso que había posibilitado pactos en Educación, Sanidad y Pensiones. La honradez de la clase dirigente era paradigmática –añadía-. Surgía de las sedes parlamentarias e, irradiando, contagiaba, por ejemplar, a la ciudadanía, mejorándola. Era, por tanto, un pueblo que se sentía seguro, por amado y respetado; mecido, tiernamente, por unos gobernantes sensatos, coherentes y austeros que dirigían, inequívocamente, sus ingentes esfuerzos hacia las capas menos favorecidas… En el frontispicio del Congreso se había grabado, resumida, toda la filosofía de la acción gestora de quienes administraban lo público: "Siempre con el débil frente al fuerte". Su nación era una Arcadia –así lo defendía él- en la que la argumentación suplía al insulto y la ética a la visceralidad sectaria. El orador, llegado este punto, se complacía en recordar que hubo, sin embargo, un tiempo en que todo había sido radicalmente distinto, hasta que alguien reaccionó e hizo algo, iniciándose así un maravilloso y salvador efecto dominó…
Contigo mismo
El extranjero
15/01/13 0:00
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