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No paro de sufrir. Mira que lo he intentado todo. Incluso he interpuesto entre la puñetera Navidad y mi cuerpo serrano un Océano Atlántico que no se lo salta un torero. El inmenso cortafuegos debería servir también para protegerme de la quemazón que venía infringiendo en mi maltrecha moral la aparatosa escasez de buenas noticias políticas, económicas o judiciales. Pero,

1.- ¿Qué me encuentro al otro lado del charco? A mi niña pequeña llorando desconsolada por un dolor en el abdomen que en mi calidad de agobiado de tercera generación atribuyo sin más preámbulos a una apendicitis. Ambulancia, espera, nervios. Hospital.
Como todo cinéfilo probablemente sabe, el ambiente que impregna cualquier sala de urgencias de un hospital en Manhattan es todo menos tranquilizador.

Mucho menos si tu criatura es la protagonista del evento. Tras interminables horas de pruebas y análisis en medio de una constante preformance de drogatas, policías custodios, accidentados etc, queda felizmente descartada la temida apendicitis. Quizás un virus. Jamás lo sabré, pero ya no me importa. Mi niña está bien y mi sistema nervioso ha resistido, no sin acusar un severo arañazo, un maremoto de los buenos.

Pero en este viaje escapista, mi pasajera tranquilidad no estaba destinada a durar. La gran manzana tiene sin duda innumerables atractivos; sin embargo incluso ni el más paciente de los mortales puede dejar de sentir tormento cuando muta sin escalas de los tres bajo cero de la acera a los veintidós grados centígrados del interior de un (admitamos que notable) edificio y se ve destinado a recorrer un museo sin duda espectacular pero transitado por una multitud incomprensiblemente descomunal y variopinta de sujetos, y descubre además que deberá estibar en sus escasos recursos corporales (resulta impensable buscar en medio de tal caos un guardarropa ) un pesado abrigo, un gorro, guantes, bufanda, un enorme jersey de lana apto para escalar el Everest, más la impedimenta, liviana quizás, pero resbaladiza en extremo de la amada criatura que sobrevivió a la traumática experiencia hospitalaria y que deambula ahora feliz por entre tigres y búfalos disecados .

En esas circunstancias desestabilizadoras, que se repetirían incansablemente en cada una de las salidas realizadas durante la estancia vacacional me acompañará invariablemente la paranoia (reeditada cada noche en las fantasías de duermevela) de la pérdida de contacto visual con mi retoño.

Puestos a que se te pierda un niño, quizás elegiría San Climent como una población idónea para ello, descartando desde luego Nueva York, que junto con Bombay y Ciudad Juarez encabezan en mi imaginario el ranking de lugares rechazables a estos efectos por su desproporcionado potencial para producir, en alarmas de esta índole, ataques cardiacos a los progenitores equipados con nervios estándar.

2.- ¿Qué me encuentro cuando regreso (con la familia al completo afortunadamente) a nuestra entrañable cueva alibabesca? A Rodrigo Rato estrenando nuevo empleo. Ofrecido esta vez supongo, no como compensación a su excelente cameo en Bankia, sino quizá más bien atribuible a su impecable interpretación de vicepresidente en la película de Aznar "España va bien", donde se privatizaba con gran soltura Telefónica, empresa que ahora le recluta tras dejar pasar un prudente lapso en el que nuestra estrella ganara prestigio en filmes internacionales, con su inolvidable papel de experto economista que finalmente la cagaba en "FMI".

La noticia me produce no obstante cierta alegría retrospectiva. Me hace pensar que debemos felicitarnos por la turbia decisión de Aznar de elegir al mediocre ramplón frente al espabilado sobrado en aquella mítica ocasión en que el iluminado presidente designaba delfín a dedo. Ahora conocemos el arte que domina Mariano, fundamentalmente consistente en posponer decisiones mientras con la otra mano hace magia con las promesas electorales, pero ahora también sabemos de la pericia de Rodrigo en tirar la piedra y esconder la mano. Mi impresión es que con Rato, el "Chiringuito Impunidad" que tenemos operando con gran éxito en nuestro solar, sería todavía más épico.
En fin. Cada lado del charco tiene su qué.