Si está usted, lector, entreteniéndose con estas líneas mientras saborea el café de la mañana y oye, de música de fondo en la televisión o en la radio, las voces de los niños de San Ildefonso cantando los números que extraen del bombo. Si, como cada Navidad, tiene su confianza puesta en que el Gordo -no el más grande de los meteoritos sino la lluvia de millones de la lotería-, caiga en su casa. Entonces es que todos hemos sobrevivido a otra amenaza apocalíptica, y que la batalla final, el Armagedón bíblico, aún no ha llegado.
Volverá a atragantarse con las doce uvas en un intento peculiar de atraer la suerte, y a redactar su lista de buenos propósitos para el Año Nuevo, y la fecha fatídica 21 del 12 de 2012 caerá en el olvido. Los mayas se sumarán, muy a pesar de los estudiosos de esa civilización, a la lista de agoreros y catastrofistas. ¿Alguien se acuerda ya del último eclipse del milenio, en agosto de 1999, y del fuego que debía haber arrasado París, según el excéntrico diseñador Paco Rabanne? Las profecías, tocadas por la varita mágica del marketing online, también pueden al parecer convertirse en un lucrativo negocio.
Porque hay gurús para todo, también para los cataclismos. Me pregunto qué conclusiones habrá extraído Robert Bast, el autor de "Survive 2012", el libro que ha originado toda esta tormenta en torno a la predicción maya, en su refugio australiano, al comprobar que el día del fin del mundo fue un día cualquiera. Qué le importa ser despreciado por la comunidad científica, seguro que habrá sabido sacar buen partido a su teoría y a esta inocentada global.
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