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Cuando era pequeño las tormentas de verano dejaban un sabor ambiguo: por una parte se agradecía que refrescara y el olor a hierba mojada reconfortaba el espíritu, por la otra las tormentas estivales anunciaban el principio del fin del verano y la melancolía asomaba en el horizonte.

Agradecemos una chaqueta después de meses de sudar sin movernos, como agradecemos el sol en la cara después de semanas de viento y frío, contrastes necesarios que nos ayudan a valorar lo positivo que tiene cada momento.

Ya saben lo de Eros y Tánatos, lo del placer y el dolor, la risa y el llanto, la presencia y la distancia, el riesgo y la seguridad, la monotonía y la sorpresa, la rutina y la improvisación… Conceptos que se necesitan para explicarse, para tener un sentido, una finalidad.

Las vacaciones podrían ser el estado óptimo de los seres humanos: tiempo de ocio, días para compartir con los amigos y la familia, tiempo libre para poder disfrutar de las aficiones, el descanso y el relax. Aunque muchas veces ponemos el listón tan alto que nos acabamos frustrando o estresando aún más de lo que estábamos. Es difícil parar de golpe.
Claro que todo esto servía antes, porque ahora las reglas del juego están cambiando: ni en vacaciones nos dejan descansar. Muchos pronostican que el otoño será calentito, pero el país lleva ardiendo, literalmente, todo el verano.

Hay millones de personas cuyas únicas vacaciones han consistido en compartir una cerveza de marca blanca con los amigos. No han parado los desahucios, no han mejorado las cifras del paro, se han recortado los medios de lucha contra el fuego -solo en Castilla-La Mancha han despedido a más de 600 trabajadores forestales-, los ladrones especuladores y los gobiernos serviles siguen golpeando sin piedad a los ciudadanos y no paran ni con la ola de calor, están insaciables.

Muchos no han hecho caso a los primeros relámpagos, han preferido mirar al suelo mientras el cielo se encapotaba. Se han tapado los oídos para no escuchar los truenos y, como no podía ser de otra manera, les ha pillado la tormenta con las chanclas puestas.
Nos movemos entre el frío siberiano y el calor sahariano, entre la riqueza más obscena y la pobreza más inmoral, entre la brutalidad insensible de muchos de los que mandan y la resignación absoluta de muchos mandados y en medio de esas tormentas, de vez en cuando, asoma la esperanza en forma de rayo de sol, de agua de lluvia, de movimiento ciudadano o de ligera Tramontana.

Yo no sé ustedes, queridos lectores, pero yo estoy pensando en ponerme las chanclas con calcetines cuando arrecie la tormenta. Quién sabe, igual me confunden con un turista alemán y Merkel y los especuladores se apiadan de mí.