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Dos y media de la tarde. No es el mejor momento para caminar, cargada, hacia las playas de Favàritx, con un sol que hace desgañitarse a las cigarras y mi otro yo, urbanita y comodón, pidiendo también a gritos un chiringuito y recordándome que luego habrá que
desandar lo andado. Me digo y me repito que el paisaje y las aguas cristalinas merecen el paseo y que, además, hago ejercicio y me bronceo y que ya quisieran algunos de los que luchan por plantar la toalla en una de esas playas-hormiguero del Levante español estar en Cala Presili.

Lo malo es que son muchos los que han tenido la misma idea que yo. Es un jueves de agosto y la carretera que llega hasta la entrada del camino, estrecha, está atestada de coches aparcados en ambos lados, la pequeña explanada que hace de parking, también llena, y en algunos tramos no se puede transitar. En la playa aún es posible mantener las distancias; la aglomeración no está allí, sino en los accesos, donde simplemente dos vehículos de frente, circulando al mismo tiempo, no pasan.

Como no estamos ahora para desdeñar turistas, creo que la idea de los ecologistas de dotar de transporte público a algunas de las playas vírgenes es positiva. No se pueden abrir parkings en función de una demanda tan puntual y se ganaría mucho en seguridad y en calidad. Porque llegar estresado por el tráfico a una playa paradisíaca no es lo que buscamos la mayoría.