La mecánica cuántica se caracteriza por tratar de analizar el mundo subatómico, del que conocemos sus efectos pero sin que sepamos qué pasa y porqué. Menos mal que los científicos descubrieron que los fenómenos producidos en ese inframundo son ponderables -cuantificables, de ahí lo de cuántico- y podemos construir modelos matemáticos que nos permitan, por analogía, predecirlos con un cierto margen de certeza.
Es como si tuviéramos que averiguar matemáticamente si una moneda, agitada dentro de una caja donde nunca la hubiéramos visto, cae de cara o de cruz. Así que fíjense lo complicado que habrá sido descubrir el bosón de Higgs.
Precisamente los responsables últimos de nuestra crisis de cada día, parecen estar en estado cuántico, los conocemos solo por sus efectos, no aparecen por parte alguna con nombres y apellidos y en su lugar envían a sus matemáticos de negro.
También en estado cuántico parecen flotar los políticos de raza. Ni están ni se les espera. No se les ve ni en pintura. Político de raza es aquel capaz de hacer encaje de bolillos, teniendo siempre en cuenta el bien de la mayoría, en esa paradoja entre lo colectivo y lo individual.
Imaginemos uno de ellos que regresara del mundo cuántico para gobernar, que hubiera de ordenar la inundación de un valle para construir una presa que beneficiara a toda una comarca y que en este valle existiera un pueblecito. Imaginemos también que los representantes de la aldea acudieran a él pidiendo clemencia y que le invitaran a visitarla, que el político accediera y que una vez allí observara una comunidad feliz, templada, con los niños jugando por las calles, los balcones llenos de flores, una economía productiva y una armonía general entre los habitantes. ("Mucho estás pidiendo tu", dirá alguno, pero soñemos un poquito)
El político, que por ser de raza también sería sensible, o sea: una persona, (los otros no son personas, son otra cosa) sentiría la emoción de lo perfecto, de lo armonioso, de la belleza. Lo sentiría con gran pesar porque, en aras del bien común, debería apretar el botón para que las aguas inundaran el valle. El sepultar aquella aldea ideal era, objetivamente, eso que los yankees llaman hipócritamente «daños colaterales».
Y el político haría bien: no por salvar a unos pocos de la miseria iba a condenar a toda la comarca. Lo haría con gran pesar, pero lo haría. Para eso (y por eso) era un hombre con sentido de Estado.
Ahora no quedan políticos de esos. Muchos de los actuales sacrifican a la mayoría y permiten que se beneficien unos pocos. Fíjense en el lenguaje: exigen a los asalariados que se aprieten el cinturón (¡que se jodan!, exclama alguien, demostrando de parte de quién está) y ruegan a los poderosos que se moderen.
Exigir versus rogar. Todo un síntoma.
Ya sabemos quién manda aunque se oculten bajo la realidad cuántica, y ni siquiera necesitamos un modelo matemático para averiguarlo. Nos lo dan hecho con la prima hermana del señor Riesgo.
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