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Mandar debe molar mucho, debe generar endomorfinas que provocan un placer ilimitado. La erótica del poder debe ser adictiva, hace que muchas personas pierdan el norte, eleven sus pies del planeta Tierra y se sitúen en un limbo propio, donde dar órdenes se convierte en una droga dura de la que ya no quieren desengancharse.
A Mercedes Milá le mola ser la diosa del universo en su plató de Gran Hermano, una diosa que hace y deshace a su antojo, que igual coquetea adolescentemente, que ordena con autoridad que la gente se calle; una diosa perfecta aupada en su audiencia, a la que la gente teme y respeta, una diosa propia del planeta "Telecirco" y la tropa de personas siliconadas, y acartonadas en botox, que lo habitan.

Este enganche al ordeno y mando se extiende a otras cadenas y a otros personajes mediáticos. A Pablo Motos no hay manera de sacarlo de plano, le encanta dejar claro que su programa es suyo, y que sus invitados y colaboradores son meros peones a la mayor gloria del competitivo y súper gracioso Pablo.

Pero al fin y al cabo es su universo, su mundo de cartón-piedra, del que podemos huir con suma facilidad, basta con apagar la tele o cambiar de canal.

Los realmente peligrosos son los otros adictos al poder. Los trepas que dirigen y gobiernan el planeta Tierra. A éstos les encanta sentirse parte de la historia, les pone ser vistos como grandes hombres, como personajes cuyas decisiones cambiarán el curso de los acontecimientos. Muchos de ellos ya cuentan con biografías empalagosas redactadas por pelotas de la pluma, otros incluso son nombrados hijos predilectos de su aldea e incluso reciben premios rimbombantes por su gestión, pero a todos les va el punto de saberse que vuelan por encima del bien y del mal, ajenos a las leyes de los hombres, inmunes a la justicia terrenal, blindados frente a las consecuencias de sus actos.
Se protegen entre ellos, se apoyan sin fisuras, se tapan unos a otros las miserias, se reparten el pastel sin importarles cuanto sufrimiento generan sus decisiones.

Son capaces de cerrar hospitales, de cerrar colegios, de vender armas y montar guerras, de condenar a millones de niños a la pobreza, de explotar y humillar a pueblos enteros, de esquilmar y contaminar el planeta hasta hacerlo irrespirable, y son capaces de hacerlo sin que su conciencia se altere un ápice. Es más, en su soberbia, defienden que lo que buscan es el bien de la humanidad, y no dudan en castigar duramente a quien les lleva la contraria. Ellos son así, les mola sentirse como un césar contemporáneo que levanta o baja el pulgar en el circo que ellos mismos han organizado.

No sé ustedes, queridos lectores, pero en todo esto del mandar hablo por referencias, porque lo que yo mando, por suerte, es más bien poco. Pero seguro que a muchos de ustedes, al igual que a mí, nos están entrando unas ganas locas de mandar a unos cuantos a hacer puñetas, así sabríamos, por una vez, lo que mola mandar.