En otro artículo ("El pecado original de Adam Smith", Diario Menorca, 07/05/2012) escribí acerca del laisez faire en el pensamiento económico clásico, de su descuido metodológico para explicar la distribución de la renta y su enfoque crematístico. Aquí atenderé a los marginalistas que siguieron a los clásicos desde el último tercio del siglo XIX y explicaron la economía desde el ángulo de la demanda, atendiendo a la distribución de la renta, pero asimismo mantuvieron un método abstracto, desconectado del marco histórico institucional, que afianza el principio del laissez faire en el individualismo metodológico. El inspirador de la escuela marginalista fue Jeremías Bentham, que introdujo una concepción hedonista en el núcleo social.
Los padres del marginalismo, Jevons, Menger y Walras (curiosamente los dos primeros coincidieron en publicar su obra en el año 1871 y el tercero lo hizo en 1874) se pusieron como objetivo sustituir la teoría del valor trabajo con una teoría del valor de tipo utilitarista, en grado de dar una explicación unitaria de la producción, de la distribución y del consumo de la riqueza social. La filosofía del paradigma marginalista echa sus raíces en el utilitarismo de Jeremías Bentham (1748-1832), filósofo, jurista y hombre político de tendencias liberales. Según él la acción humana se guía por el solo objetivo de la búsqueda del placer y del escape del dolor, de manera que cualquier acto puede reconducirse al único principio de la maximización de la utilidad (beneficio, ventaja, placer, bien o felicidad, o para prevenir cualquier tipo de daño, dolor o infelicidad a las partes cuyo interés es puesto en consideración).
Los marginalistas, desde sus orígenes aplicaron el utilitarismo benthamita a la elección individual, que identifica el axioma de la racionalidad del agente económico, de modo que este actúa con el fin de alcanzar la máxima satisfacción de los propios deseos, asignando de modo eficiente los recursos económicos de que dispone. La maximización de la utilidad lleva a los hombres a los mercados mediante una densa red de intercambios, cediendo las unidades de bienes que tienen en exceso y comprando bienes que necesitan, definiendo un conjunto de contratos, regulado por un sistema de precios, dada la relación de la utilidad marginal de bienes intercambiados. En ellos la microeconomía fundamenta la macroeconomía, al revés que en la teoría de Keynes. La lógica en los marginalistas va de lo particular a lo general, bajo las siguientes hipótesis: 1) bien económico es el que se halla en cantidad limitada; 2) los recursos de los agentes económicos para acceder a los bienes económicos son limitados; 3) al crecer el consumo de un bien su utilidad se reduce; y 4) los agentes económicos ponen un orden de preferencia en grado de guiar sus elecciones.
Los marginalistas entienden que dejando la libertad de iniciativa a los agentes económicos racionales, los mercados, tanto de bienes de consumo, como de factores de producción, están en condiciones siempre de alcanzar la eficiencia. Condición necesaria es la competencia perfecta y en el plano normativo los marginalistas ofrecen una visión del laissez faire, donde el papel del Estado debe permanecer marginal. Sin embargo, para garantizar los bienes colectivos fundamentales debe este promover la concurrencia perfecta, nacionalizando, en su caso, monopolios y tierras, así como garantizar la estabilidad de los precios mediante políticas monetarias adecuadas.
Todo el planteamiento marginalista se recrea en un escenario irreal, abstracto, desconectado del contexto institucional histórico, dinámico y vivamente cambiante. Añaden a la crematística de los clásicos la abstracción por el lado de la demanda y de los mecanismos de distribución de renta. El hedonismo práctico introduce un nuevo límite a los valores humanos. Este enfoque permaneció hasta la revolución keynesiana después de la segunda guerra mundial y duró hasta principios de los años 1970´; pero a raíz de la crisis del petróleo, que ciertamente requería y de hecho se implantaron medidas monetarias estabilizadoras, la doctrina liberal del laissez faire fue impulsada de nuevo a categoría universal predominante, sin reservas, por los economistas de la escuela de Chicago, por otros de la escuela austríaca seguidores de F. von Hayek y por la influencia en su día de las políticas de R. Reagan en Estados Unidos y de la señora M. Thatcher en el Reino Unido, cuyos efectos positivos a corto plazo para cortar la estanflación engendraron un ciclo económico aparentemente expansivo, aunque de corta duración para ciclo largo (1994-2008).
La depresión actual que afloró en 2008 es resultado de las prácticas económicas fundadas en el laissez faire, sin paliativos ni regulaciones necesarias y en el individualismo metodológico mediante una precisa línea de causalidad, en la que profundiza la equivocada política del BCE y de la presidencia alemana, rodeada de un coro de dirigentes políticos; no obstante en esta deflación convergen diversos factores de cambio histórico institucional, no sólo de calado económico, indicando que la presente depresión del mundo occidental tiene más alcance que el propio de las ondas cíclicas depresivas de tipo Kondratieff como la crisis de 1929; probablemente nos hallamos ante un periodo perteneciente a la esfera de ciclo incluso multisecular, que emplaza a la filosofía ontológica y social informante de nuevos principios reguladores y de costumbres para toda la humanidad, en una innovadora globalización de la convivencia. Lamentablemente los líderes actuales, más retóricos que analistas pedagogos, aparentan no tener el nivel que requieren los tiempos y que si tuvieron los políticos del Golden Age de Europa (1950-1970), ni suelen distinguirse en sus costumbres de grupo por profundas convicciones humanistas convincentes.
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