¿Qué nos habíamos creído la clase trabajadora? ¿Hasta dónde pretendíamos llegar en nuestra lista de interminables reivindicaciones de derechos laborales, sociales, culturales, económicos, políticos y, en fin, de toda índole?. ¿Acaso nos creíamos que habíamos conquistado algo, algún derecho quizás?
Con la llegada de la Revolución Industrial, la especialización del trabajo, la división de tareas y, en definitiva, la maquinización de la producción a fin de poder producir en masa, se disparan las necesidades de fuerza laboral. Una sociedad hasta entonces agrícola alumbrará a la conocida clase del proletariado formada por obreros sin especialización ninguna para los incipientes procesos productivos que tendrán que implementar y, carentes también de organización alguna frente a la clase poseedora de los medios de producción.
Por entonces tampoco disponía aquella clase trabajadora de un Estado corrector de desigualdades sociales, impulsor de políticas redistributivas de rentas, dispensador de bienes públicos preferentes (como la sanidad y la educación, por ejemplo), etc. Por aquél entonces, el Estado era poco más que un instrumento coercitivo al servicio de la protección de los derechos de propiedad de unos pocos frente a la inmensa mayoría de desposeídos.
En estas circunstancias, se situaba pues la clase trabajadora entre la espada de los capitalistas y la pared del Estado.
Así, sin hoja de ruta alguna, los trabajadores tuvieron que ingeniárselas para adquirir conciencia de su condición de fuerza laboral, y del necesario equilibrio que debía respetarse en el intercambio entre salario y trabajo.
Comenzaron pues los trabajadores un largo camino de reivindicaciones laborales a los empresarios, y sociales a sus Estados. Ciertamente, han sido muchos los logros obtenidos históricamente, tanto en bienes materiales como inmateriales; derechos en definitiva.
Pero aparentemente nadie reparó en la naturaleza jurídica de aquellas conquistas laborales; creíamos que lo que obteníamos lo ganábamos en calidad de propietarios "libre de cargas y gravámenes". Hoy vemos como se nos está desahuciando de muchos derechos que creíamos nuestros, pero que, lamentablemente, no lo eran. Ya lo decían los Romanos: ¡el que siembra en suelo ajeno, hasta la semilla pierde!
Las "reformas", descarado eufemismo utilizado por nuestro Presidente, el Sr Rajoy, para referirse al recorte de 10.000 millones de euros añadido sobre los Presupuestos Generales del Estado, y otras "medidas temporales" nos han mostrado a la clase trabajadora el tremendo error en el que nos habíamos instalado: el de creernos dueños del suelo en el que habíamos sembrado nuestros derechos .
Pensábamos que igual que poseemos una bicicleta con la que hacemos lo que nos place (dentro de unos límites); así la usamos cuando queremos, o la prestamos a quien se nos antoja, o la vendemos o pignoramos, etc, poseíamos nuestros derechos, para usarlos a nuestro antojo (dentro de unos límites) y, en definitiva, ejercer sobre ellos todas las prerrogativas propias de un propietario.
¡Qué equivocados estábamos! Lo cierto es que los trabajadores solo somos usuarios en precario de aquel elenco de derechos que, quizás por el paso del tiempo y de las distintas generaciones, en su conceptualización inicial se fue tergiversando, y aquello que los poderes fácticos nos habían "cedido en precario", los trabajadores lo interpretamos como "a título de propietario". En fin, sólo nosotros tenemos la culpa de tener nuestras orejas sucias.
Estos días, a salvo ya del barro de nuestra ignorancia, gracias a las decisiones de nuestro Gobierno central del PP que, con gestos genuinamente dominicales (de dominio) sobre sus derechos- que no los nuestros-, han decidido que ya nos habíamos beneficiado bastante de lo que no era nuestro.
Y es precisamente por eso: por las prerrogativas que, con amparo legal, han demostrado tener sobre "nuestros" derechos al quitarnos algunos, cercenar otros, condicionar su disfrute de cualquier forma, etc, por lo que no me caben dudas de quien es el verdadero dueño de la bicicleta. Éste no puede ser otro que el que ejerce como tal.
Bien, una vez disipada la duda acerca de la titularidad de los derechos, no precisamente a favor de los trabajadores; y una vez constatada, tras décadas de continuado disfrute, nuestra preferencia por el uso de bicicletas, sólo nos queda pedir a nuestro Gobierno que nos diga qué debemos hacer para que nos deje pasear con la bicicleta de nuevo.
Sin embargo, no es difícil anticipar cual vaya a ser su respuesta. Basta pensar en cual haya podido ser la causa de que hayan acabado arrebatándonos las bicicletas. Me temo que no es otra que nuestra incansable reivindicación sobre las mejoras que debían experimentar las bicicletas de nuestros derechos. Por lo tanto: ¡basta ya de exigencias, aceptemos la bicicleta como nos la quieran dejar; si no tiene luces, pues no pedaleemos de noche; si no tiene frenos pues vayamos más lentos, o frenemos con los pies o empotrémonos contra la pared. Y recordad: pedir un casco, es una perversión!.
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