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La campaña del 20-N que acaba de comenzar no es una campaña cualquiera. Se asemejará a otras tantas en la forma –el marketing electoral no perdona–, pero en el fondo no debería parecerse a ninguna de las más recientes. Hay que remontarse muchas convocatorias atrás para encontrar una cita con las urnas en la que sea tan patente la necesidad de abrir una nueva etapa que acucia a la sociedad española. Regenerar la vida política, repensar el modelo de Estado y el entramado institucional sobre el que se sustenta, avanzar en la construcción de un orden más igualitario son aspiraciones que subyacen de una manera más o menos explícita en las demandas de los indignados, los programas electorales e, incluso, en la nota que recientemente hizo pública la Comisión Permanente de la Conferencia Episcopal Española. Más allá de la batalla dialéctica, de los reproches, de las esperanzas infundadas que nutren la parafernalia electoral, está la enorme responsabilidad a la que se enfrentarán los ahora candidatos a partir del 20 de noviembre. El momento exige algo más profundo que un cambio de siglas y de caras. La ciudadanía reclama valentía y coherencia, una disposición firme y eficaz que siente las bases de una radical transformación económica, social y moral.