Acaba de estrenarse película, una americanada de romanos de ritmo desigual: "La Legión del Águila", que realmente debería haberse llamado "El Águila de la (novena) Legión". Se trata de la búsqueda incesante del perdido vexilo o estandarte legionario, caído en manos de una tribu scota (o sea: escocesa), tras derrotar a la unidad, a la que se daba por desaparecida.
El film es un bodrio patriotero del calibre de "Invasión a la Tierra", aunque en clave mucho más subliminal. El protagonista es un centurión/marine, cejijunto, de frente estrecha, mandíbula grande y cuello de toro, que imbuido de la moral del éxito yankee, y creyendo a su padre un "fracasado" trata de recuperar el águila de la desaparecida legión y así restaurar el honor de su progenitor, cuya pérdida era lacra extensible a su estirpe, cuando murió tragado por la derrota de la IX legión en tierras de los Highlands.
El mito de las legiones perdidas
A lo largo de la historia de Roma y debido a ese afán conquistador de los romanos, que les condujo a los confines del mundo conocido entonces, muchas legiones se perdieron entre las brumas del norte (como la IX), en las calientes arenas de los desiertos africanos, como aquella de la que se dice son descendientes los guerreros Massai o en Germania, donde las legiones de Varo fueron masacradas en los bosques de Teotoburgo y cuyos esqueletos, secos al sol, encontraron las tropas de Tiberio muchos años después, como nos cuenta Tácito en sus Annales.
La Novena, como su cognomen indica, era hispana, como la VII Gémina, de cuyo castra hibernia nació la ciudad de León (yo mismo, dado el origen maragato de mi primer apellido, fui, en una de mis reencarnaciones, tribuno de la primera cohorte de la Séptima).
Como decíamos y según las fuentes de la época, la Novena fue masacrada por los scotos en los Highlands, allá por el 120 d.C., tras intentar avanzar al norte desde el muro de Adriano, esa cerca construida de este a oeste y de mar a mar por el emperador más culto de los suyos, que separa la Gran Bretaña en dos mitades y del que aún subsisten partes importantes. Eso al menos se pensaba (que la legión se había perdido en Escocia, queremos decir) hasta que hace poco ciertas inscripciones la sitúan en fechas posteriores en Holanda primero y en Judea y Armenia después, donde -ahora sí- se le pierde definitivamente el rastro.
Cómo era una legión
En líneas generales y salvo casos particulares, un ejercito consular estaba formado por dos legiones de unos 3.000 hombres. Cada legión estaba compuesta de 6 cohortes de 480 efectivos mandadas por un tribuno, que a su vez estaban divididas en tres manípulos formados por dos centurias dirigidas por un centurión (en efecto un centurión mandaba una centuria, no una cohorte, como se insinúa en la película). A su vez el manípulo lo mandaba el centurión más antiguo de la legión. La centuria, de 80 hombres (no de cien como generalmente se piensa) estaba a su vez formada por 10 contubernia de 8 hombres cada una. El manípulo era en primer subelemento de resistencia de la legión y se coordinaba con el resto en una estrategia defensiva de orden cerrado que luego adoptó la infantería europea a partir del Renacimiento, cuando se divulgaron los manuales tácticos romanos de Vegetius y Frontinus. El ataque en orden cerrado se realizaba en cuadros flanqueados por la caballería. Las tres primeras filas del cuadro estaban formadas por veteranos (astati, principes y triarii) y sus armas eran el gladium, la temible espada corta romana, y el famoso pylum, especie de pequeña lanza que tenía un mecanismo por el cual el asta se partía al chocar contra el escudo de un enemigo y evitaba su reutilización por el mismo.
Por cierto, hace poco se encontró una punta de pylum en Sanitja.
Talante de conquistadores
Cuando uno recorre a pie bosques o páramos semisalvajes alejados de toda civilización y comodidad, que además poseen un clima lluvioso y frío, léase Galicia o las Islas Británicas, donde el esfuerzo para avanzar por un terreno pedregoso, lleno de subidas y bajadas, sin sendas reconocibles y orientados solo por el sol o las estrellas (por ejemplo en los tramos gallegos del Camino de Santiago) uno se pregunta qué c. hacían los romanos por allí tan lejos de sus hogares, sin mapas, sin perspectiva a la vista, rodeados de tribus hostiles y en condiciones penosísimas, avanzando siempre hacia occidente. ¿Qué compensaba tanto esfuerzo? La respuesta es muy simple: eran los sostenedores del sistema. Los jefes por convicción y los legionarios rasos por el bastón del decurión, base de una disciplina férrea y ciega.
Sostenedores del sistema, decimos, basado éste en la mano de obra esclava y donde el establishment estaba esencialmente formado, precisamente, por los grandes mercaderes de esclavos.
Una vez más, entonces como ahora, el poder en manos de los grandes chalanes, protegidos por un derecho, el romano, redactado a su favor.
Y claro: un sistema así debe reproducirse con la masiva y continua captura de hombres y mujeres, para reemplazar las bajas que debían ser numerosas. Quiere esto decir que el leit motiv fundamental de la expansión de Roma era obtener mano de obra esclava y, por otra parte, ya que estaban, explotar los recursos locales donde los había: oro, (como en las Medulas de León), plata (como en Hiendelaencina), hierro, cobre, estaño, etc.
El mecanismo siempre era el mismo: en verano avance, conquista y captura, en invierno consolidación de lo conquistado, remisión de la "mercancía" a Roma y construcción de calzadas y puentes hasta la nueva frontera, en la que los campamentos de la legión se fortificaban con murallas que en muchos casos serían origen de ciudades, como ya se ha referido con la legio VII y León.
Roma, pues, dejo su impronta en Europa: el derecho por una parte y las obras públicas por otra. Respecto a lo segundo, cuando uno se encuentra con una construcción romana impresiona su solidez; su clara voluntad de eternidad; de la casi eternidad de la piedra. Uno siente enseguida, incluso sin saberlo, que aquello es romano. Recuerdo en mi transcurrir cerca de Samos por el Camino Gallego, que bordeando una cuesta que rodea el monasterio, baja una muralla de la que pensé que solo podía ser romana y desde luego lo era, como me contaron luego los monjes del citado cenobio.
Lástima que esa admirabilísima capacidad de organización y disciplina romanas, ambas principios básicos de los grandes logros, fueran, al fin y al cabo, medios para el mal; los romanos primero y los nazis después.
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