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Como en muchas otras cosas, con los reductores de velocidad o pasos sobreelevados pagan justos por pecadores. Muchos conductores, y sobre todo lo que conducen para ganarse la vida, lamentan tener que sufrir con frecuencia los saltitos propios de este invento pensado para dar preferencia a los peatones y evitar las carreras por circuitos urbanos. Pero es que, dejando al margen si se ajustan o no a la legalidad, los reductores de velocidad responden a una actividad incívica reiterada por parte de un parte importante, muy importante, de los conductores. La función de estos pasos es asegurar que el del volante pise el freno ante la presencia de un paso de peatones y no dispare el indicador de velocidad cuando está dentro de una ciudad. Esto, señoras y señores, responde a una norma básica de civismo que los conductores, abusando de la superioridad que les concede ir armados con varios centenares de kilos de acero, se han pasado históricamente por el cambio de marchas. La protección del peatón se ha hecho con elevada contundencia porque no había otro remedio. Se lo han ganado a pulso.