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Cada día es más difícil educar. Es una realidad que experimentamos todas las personas que estamos involucradas, de una u otra manera, en este proceso. En definitiva todos los individuos que componemos la sociedad.

Citando a nuestro filósofo actual José Antonio Marina, "toda la Tribu tiene que educar". ¿De qué nos vale que en casa les demos unas normas a los hijos si cuando salen a casa de otros esas normas están tiradas por los suelos? ¿De qué nos vale reiterar mil veces a nuestros vástagos que un papel no se tira o que las paredes no se pintan o que se respeta lo que es el patrimonio común, si cuando van por la calle, sin la mirada del "coucher paterno" hacen todo lo contrario y el que pasa y lo ve no les dice nada, ignora el comportamiento? ¿Es realmente difícil enfrentarse a esta situación? Yo más bien diría que es un esfuerzo que no nos interesa acometer.

Recuerdo un día, hace ya unos años, que saliendo de recoger de clase a mis hijos se formó una cola de coches a la salida del colegio. Los coches parados eran testigos de una situación incorrecta. Los niños del colegio chillaban palabras inadecuadas a una vecina anciana. Los conductores estaban tan ansiosos por llegar a sus objetivos extraescolares, que pasaron ampliamente de la situación.

Los propios hijos de los conductores no sólo eran espectadores de la situación sino que iban a ese colegio cuyos alumnos estaban teniendo un comportamiento tremendamente incorrecto.

Imaginemos posibles situaciones dentro del vehículo:

A- Veis, hay niños muy mal educados (pero yo no voy a intervenir en salvar la situación, no va conmigo).

B- A estos niños el colegio debería tenerles más controlados (el problema es de otro, no mío).

C- ¡Hay que ver como está esta juventud! (vosotros no sois así, vosotros vivís en otro planeta).

Y seguiríamos con una lista de posibilidades que en cualquier caso, vista la reacción de aquellos, decidieron que era mucho más importante llegar a tiempo a las clases extraescolares que son las que harán de sus hijos personas mejor preparadas.

Claramente aquellos "maleducados" compartirían cotidianamente recreos y juegos con sus hijos, por lo que podrían pasar dos cosas: serían víctimas de las mismas agresiones o aprenderían a protagonizarlas.

Por otro lado, vivimos en una sociedad tremendamente consumista que acapara la atención de los más jóvenes. Son rehenes del deseo más competitivo de tener, al menos, lo mismo que el otro.

Los padres somos bombardeados cotidianamente con la frase "todos lo tienen" ¡Pobre niño! ¿Cómo va a estar marginado o marcado? ¿Cómo va a ser él distinto? Y así los padres entran en un torbellino de sentimientos diferentes renegando de la sociedad en la que nos ha tocado vivir y, sin más dilación, ¡zas! se le hace entrega al infante de su tan codiciado elemento que le da pleno derecho a formar parte del "club".

Y lo peor es que todas las madres y los padres hablamos de lo mismo: "Es un desastre, todo el día con el móvil y sino conectado a Internet metido en Facebook". ¿Pero qué hacen cuando están juntos?.

Pero los culpables siempre son "los otros", ese extraño ente que decide y se mueve como una masa que nos atrapa como si fuera un imán y nos incluye en el rebaño descerebrado.
Uno a uno sumamos y formamos eso que llamamos "la sociedad". Cada uno pone su granito de arena, cada uno contribuye en construir o destruir, en mejorar o empeorar nuestras relaciones, nuestro futuro.

Tenemos la obligación de decir NO, de enseñarles a nuestros hijos que en la diferencia también está la grandeza. Tenemos la obligación de denunciar hechos o comportamientos inaceptables, tenemos la obligación de no mirar hacia otro lado, tenemos la obligación de involucrarnos como la parte de un todo. No podemos creer que todo nos es ajeno como en la fábula del ratón y la ratonera en la que el ratón va al establo gritando y buscando ayuda porque han traído a la casa una ratonera. La gallina se encoge de hombros y le dice que no es su problema, que ella no corre peligro con semejante artilugio. El ratón entonces va en busca de la vaca para pedirle ayuda y esta, con más razón todavía, le contesta lo mismo.

El ama de la casa al poner la ratonera, se pilla un dedo el cual se infecta y ella enferma. Para curar su fiebre matan a la gallina y hacen un buen caldo, pero a los pocos días la enferma muere y para recibir a todos los asistentes al entierro, matan a la vaca.

Moraleja: No seamos gallinas.