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En febrero se cumplirán tres años de la ‘operación especial’ de Vladimir Putin en Ucrania, que fue una invasión en toda regla. Lo que debía ser una batalla relámpago, con la caída de Kiev, se ha convertido en una guerra de desgaste en la que Volodímir Zelensky trata de ganar tiempo a la espera de la llegada al poder de Donald Trump, el nuevo presidente de Estados Unidos. El panorama bélico solo se ha visto alterado por la jugada magistral de la inteligencia ucraniana, que se adentró en las fronteras rusas y tomó una buena parte de la provincia de Kursk, donde aguantan las tropas de Kiev.

La situación se ha complicado con la llegada de unidades de combate norcoreanas, que se han posicionado del lado de Moscú, y que están internacionalizando el conflicto. Las posibles negociaciones de paz son inexistentes. Llama la atención que la economía rusa, con una industria limitada, no haya colapsado en casi tres años pese al asfixiante boicot de Occidente. O sea, las sanciones no han funcionado y Putin se ha acercado a China, Irán, India y Corea del Norte para capear el temporal. Ahora Moscú se plantea acabar con el conflicto si consolida sus posiciones en el Dombás y recupera Kursk. Crimea, y su anexionada base de Sebastopol, no entran en una negociación de paz, así que el futuro de la guerra es incierto. Y cada vez más sangriento.