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El mundo espera la respuesta de Israel al lanzamiento iraní, el martes, de 181 misiles contra su territorio, algunos de los cuales burlaron a la Cúpula de Hierro e impactaron contra los objetivos programados. El Gobierno de Benjamín Netanyahu y la administración norteamericana de Joe Biden están consensuando la magnitud del ataque y dónde golpear, pero en función de la respuesta estaríamos ante una guerra abierta entre Tel Aviv y Teherán. Caben tres opciones: que Israel opte por un castigo contenido y bombardee fábricas militares y de drones; que los cazas judíos ataquen instalaciones petrolíferas y, en último lugar, que Netanyahu aproveche la coyuntura para acabar de una vez con el programa nuclear iraní. Esta posibilidad, que dañaría la joya de la corona de los ayatolás, desataría la furia persa, que ya ha demostrado su capacidad militar para golpear lo que ellos denominan «el enemigo sionista».

Y todo ello ocurre cuando la invasión israelí del Líbano sigue su curso y numerosos edificios de Beirut son destruidos por la artillería judía. Israel, apoyado por Estados Unidos puede acabar con sus enemigos a corto plazo, pero lo que Netanyahu no valora es que está creando una generación de terroristas palestinos y libaneses, que han visto como sus familias lo perdían todo y solo les queda vengar tanta humillación y muerte.