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Durante mi infancia mis padres me hablaron de ellos. Aprendí a quererlos, aunque, al principio, a regañadientes. Cuando me acompañaban, todo mejoraba y la vida te/os enseñaba su rostro más amable. Eran tiempos difíciles, donde la gente quería, ante todo, reconciliarse, que es tanto como decir amarse. Posguerra. Siguieron contigo durante la adolescencia e hicieron de ella algo más o menos digno. Fueron, con el tiempo, como el perro fiel que todo te lo da y nada te exige.

La riqueza —unida frecuentemente a la soberbia- se empecinó luego en decirte que debías serles infiel, que coartaban tu libertad, que eran anacrónicos. Mentían. Por eso, tal vez, te empecinaras en preservarlos. Hoy, en tu calidad de profesor con treinta y tres años de ejercicio sobre tus espaldas, ves los estragos que, su ausencia, produce en tantos, en demasiados.

De tarde en tarde, se personifican: hoy los he visto en un vecino que ha regalado a la anciana del tercero un rato de compañía; o en ese adolescente que, cada miércoles, reparte alimentos en Caritas o en ese jubilado que recoge tapones de plástico para ayudar a un niño con cáncer o en…

Hoy los he visto, sí. Ellos se llaman honestidad, honradez, altruismo, palabra, bondad, perdón… Con frecuencia se les conoce/conocía, igualmente, con el nombre de 'valores'.

(Esta carta ha sido publicada en el «XL Semanal» de esta semana)