Año 2125. La actividad turística está marcada por una fuerte estacionalidad. La temporada apenas dura seis meses, arranca el 1 de noviembre y termina el 30 de abril. Más allá del invierno no hay ningún turista físico que quiera visitar una isla que rara vez baja de los 38 grados centígrados. El Consell, presidido por el sociopopular François Smith Pons, se prepara el discurso inaugural de Fitur 2125, feria holográfica en la que Menorca presenta en sociedad el nuevo hotel con cápsula de protección climática que está llamado a reanimar la actividad turística en los meses de verano.
La inversión promocional enfocada a la desestacionalización de la primera mitad del siglo pasado al fin dio sus frutos, aunque el cambio climático le acabó dando la vuelta a la situación. Menorca logró alargar tanto la temporada que llegó a durar doce meses. Recibía seis millones de visitantes al año y la población seguía creciendo a un ritmo del dos por ciento anual. Tras la moratoria de visitantes decretada en el año 2090, las nuevas normativas son muy estrictas. Ahora la población de Menorca está fijada por la Ley de Residencia en 250.000 habitantes, el número de plazas turísticas se ha reducido a 10.000 entre los 25 hoteles con autorización administrativa.
El alojamiento a turistas en viviendas está terminantemente prohibida. Cada residente tiene un cupo de dos visitas anuales de familiares o amigos, máximo cuatro personas y con un permiso de estancia visado de 15 días en total. La mayoría de la población, peones del sector tecnológico, vive en viviendas capsulares en suburbios aéreos, en las que todavía se está analizando como implantar el sistema de recogida puerta a puerta. Visitar físicamente la Isla se ha convertido en un privilegio al alcance de muy pocos. La lista de espera para alojarse en un hotel terrestre es de cinco años. La Isla recibe al año exactamente 240.000 turistas de superalto standing. En ese cómputo no se incluyen los que hacen escala en el cielo insular a bordo de los aerocruceros, resorts que no pueden descender a menos de 200 metros de altura.
El Consell se ha hecho con todos los derechos de las imágenes de Menorca para explotarlos en el floreciente sector de los viajes virtuales. Buena parte de los ingresos del turismo, hoy un sector público en régimen de concesión, provienen de esas vacaciones inmersivas en realidad 8D, las únicos que pueden permitirse los turistas de clase media, que tienen acceso a la simulación hiperrealista de la Menorca de hace cien años, antes de que la subida del nivel del mar hiciera desaparecer el 90 por ciento de las playas. En esos viajes virtuales es posible incluso tomar un viejo autobús para ir a Macarella y disfrutar de la sensación de masificación. En la actualidad la única zona de baño autorizada en la costa es en verdad un lago artificial con arena sintética donde solía estar el Prat de Son Bou, gestionado por la hotelera Hilton Jing Jang Meliá desde que, no hace más de 20 años, se accedió finalmente a derribar las dos torres del viejo Milanos-Pingüinos. Allí la mayoría de bañistas usan sus lentillas de realidad aumentada para nadar entre delfines creados digitalmente o sentir la experiencia de pisar la antigua posidonia. La alta demanda energética no es un problema desde la invención de las microfisión nuclear. Hace 50 años que se desmanteló el último parque solar, una tecnología que en otro tiempo fue puntera y ahora se considera insostenible.
Desde la expansión de las cápsulas flotantes ya casi nadie utiliza los aviones de hidrógeno, solo los ciudadanos más pobres, que tienen serios problemas para encontrar vuelos a Madrid y Barcelona. El tráfico aéreo está saturado y pocas veces a la semana se habilitan corredores aéreos para el paso de estos aerobuses públicos. El trajín de cápsulas privadas, aerocruceros y municipios flotantes desaparecidos por la crecida del mar complica el trabajo de los controladores aéreos, que todavía están ubicados en la vieja torre de control que ha cumplido 156 años a la espera de que termine de funcionar el sistema de control remoto.
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