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Arrogante, orgulloso, altanero, desafiante y agresivo, el gallo, Gallus gallus domesticus, se planta ante el fotógrafo con desfachatez, no se amilana ante nadie, infla el pecho, eriza la cresta y posa en el objetivo su mirada macarra. Es en muchas mitologías símbolo de la vigilancia, en muchas culturas estandarte de guerra, guardián del alba, que anuncia la victoria del nuevo día tras la batalla nocturna, que se obceca en ella y que la pregona con ese quiquiriquí estridente que vete a saber por qué se ha dado en llamar canto.

Su petulancia tiene algo de patética, de ridícula incluso, después de milenios domesticado, impedido en sus antiguas habilidades de vuelo, condenado a un simplemente posarse sobre algunas ramas para salvar su sentido de la superioridad, pero sin capacidad alguna ya de sobrevolar nada, anclado a ese gallináceo desplazarse por la vida lleno de ínfulas que tanto recuerda a algunos seres humanos, si se me permite la metáfora.