Me había apuntado a un curso de la UIMIR sobre «Cultura de los jardines en Menorca». Me interesan los jardines. Amo mi jardín.
Cada primavera, cuando empiezan a florecer las plantas y la parra renace con sus brotes verdes, yo pinto un rincón de mi pequeño jardín, mi patio. Es un ejercicio de disfrute personal, sin pretensiones artísticas. Buscar un rincón, una hora precisa y mantener esa cita a esa hora hasta que esté acabado el cuadro. Es una ilustración, como podía ser un poema, un canto a esa luz, a esos colores y a esa vida que renace: expresar el goce del jardín.
Se conoce la creación de jardines desde el Antiguo Egipto, con sus características de un espacio cerrado donde sembrar árboles y plantas, como un espacio para el relax y el contacto con la naturaleza; también incorporaron el agua y alguna escultura para completar ese goce. Luego, los babilonios se pasaron a lo grande con sus ‘jardines colgantes', para ser considerada como una de las siete maravillas.
Los griegos y los romanos hicieron de sus jardines espacios sagrados, junto a los templos, o espacios de ocio para su uso social. Los árabes aportaron la delicadeza, el valor de los aromas y el fluir del agua por sus fuentes. En cambio, en la época medieval y renacentista se volvió al claustro cerrado, simbólico y protegido tras altos muros; había que preservar el conocimiento y ocultar el placer de la vista de los otros. Nada que ver con los jardines versallescos de siglos posteriores, con su ostentación, sus dibujos geométricos de setos recortados, los laberintos sensuales; o los jardines paisajísticos que creaban los ingleses, incorporando árboles y plantas exóticas, y donde la naturaleza era una prolongación del jardín. En aquel siglo XVIII los jardineros eran unos artistas tan valorados como los pintores, los nobles se rendían ante su capacidad para domesticar a la naturaleza. Los jardineros aportaban prestigio y disfrute para la nobleza. Y los burgueses lo copiaron, a su escala.
No puedo dejar de citar el jardín oriental. El jardín japonés está concebido para invitarte a la calma, la contemplación y la meditación; tanto en templos como en casas privadas ofrece un espacio para la espiritualidad. Tienen los peces como animales de compañía y adoran los cerezos en flor.
Cada cultura se ha expresado a través de sus jardines: su relación con la naturaleza y con la vida, sus goces, sus aspiraciones de felicidad y su escala de valores. Por eso me interesaba este curso sobre la cultura de los jardines en Menorca.
El curso me decepcionó. Era una visión académica, de historiadores, aportando datos, pero poca comprensión y reflexión sobre cómo fueron y son los jardines de Menorca y la cultura que se genera en ellos. Y, cosa de historiadores, ningún dato de menos de cien años. Porque a mí me interesaba también la visión y la cultura de los jardines hoy, de por qué no se crean nuevos parques y jardines (solo aparcamientos de coches). O esas plazas duras, con bancos infames, para disuadir más que favorecer el descanso y el bienestar. Por no tener, los parques nuevos no tienen ni fuentes, ni estanques, ni estatuas ¿Lo funcional es el valor primordial de nuestra cultura, es eso? El curso acababa con visitas a l'Illa del Rei, Es Freginal, la Esplanada y s'Hort Nou como muestras de paseos del pasado. No fui.
Una conclusión, probable, es que en Menorca no ha habido cultura de los jardines. Punto. Sí ha habido una cultura de patio, de huerto y de la naturaleza virgen, pero poca de jardín. A mí me llamó la atención, cuando llegué a esta isla, que los predios, las cases de lloc, no tenían árboles a su alrededor; estaban allí, con su blancura impoluta, sin una sombra de árbol cerca. Más tarde descubrí en estos predios la cultura de la porxada. Era allí, bajo la arcada, el sitio donde los payeses se reunían a disfrutar de la charla, el entretenimiento y su cultura; y donde madona cultivaba en tiestos unas pocas plantas de flor o de interior, o crasas. Una expresión mínima de jardín, comprensible ya que ellos no eran los propietarios de la tierra. Algunos propietarios, els senyors del lloc, tenían su parcelita con cuatro parterres geométricos y, a veces, cuatro pinos y un banco.
¿Y en los pueblos? Por lo que conozco, ante la escasez de parques públicos, muchas casas tienen su patio trasero, donde cultivan más huerta que plantas de jardín. Hay que aprovechar la tierra, siguiendo ese impulso ancestral y ese placer de cultivar tus propios alimentos.
Recuerdo, cuando vivimos unos años en un huerto de Ciutadella, que un día decidimos plantar una ‘bellasombra' donde antes se sembraban patatas. El propietario no lo entendía, nos dijo, porque aquel árbol «no daba nada». «¡Da sombra!» teníamos que haberle contestado. Bajo esa sombra hemos tenido encuentros familiares, charlas, juegos, momentos de lectura y de felicidad que no nos habría proporcionado el patatal…
Cultura de patio, cultura de huerto, cultura de caseta. Los fines de semana medio pueblo escapa a la ‘caseta', ya sea en el campo o en la costa. A disfrutar…
Hubo un tiempo, a principios del siglo XX, que los vecinos se construían su caseta poco a poco, sin arquitectos, creando unas casitas a las que ponían nombres exóticos como Venecia, El Cairo o Chamonix; casetas que son hoy un patrimonio muy querido y valorado (aunque también amenazado por su origen humilde y alegal). Allí se manifiesta la cultura popular del disfrute de la naturaleza y de sus productos, ya sean de pesca o de huerta. Cultura que se manifiesta también en sus canciones, como aquella que canta «Menorca és un jardí florit…». Es verdad. Quizás no hace falta crear un jardín, si puedes disfrutar de esta tierra, de este paisaje a dos minutos de tu casa. Quizás no hace falta crear estanques y fuentes si tienes a tus pies puertos y calas de aguas calmadas y de un horizonte donde perder la mirada. Si es la isla que te da los ingredientes básicos para ser feliz.
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