Qué ha sido de la compasión por las víctimas del horror? Este es uno de los interrogantes, según Sami Naïr, que la intelectual norteamericana Susan Sontag nos dejó como legado en su ensayo «Ante el dolor de los demás» (2003) y que aún hoy nos golpea como un puñetazo en el estómago. Su reflexión sobre la imagen que consumimos en nuestras cómodas salas de estar de los conflictos bélicos sigue plenamente vigente en la sociedad occidental. Sin embargo, este espectáculo, que durante años hemos consumido desde la lejanía, la violenta realidad que azota a los demás, ha saltado de los medios de comunicación a nuestras casas en forma de refugiados y emigrantes. Ha sido entonces cuando a los espectadores europeos nos ha asaltado el miedo.
El éxodo de personas que huyen de la guerra o la miseria ha hecho tambalear lo que se ha denominado como la cultura de la acogida.
Hace unos días, numerosas ciudades clamaban por un «Pasaje seguro» para todos aquellos que huyen de los conflictos bélicos y que nos piden auxilio. Las imágenes del horror de la televisión o de las fotografías se han convertido en rostros humanos que nos miran directamente a los ojos.
Y «por qué habrían de buscar nuestra mirada», dice Sontag. «¿Qué podrían decirnos?» y cómo les respondemos nosotros que nunca hemos vivido «nada semejante a lo que han padecido ellos», exclama.
Es una cuestión de entenderlos o no. De abrir puertas o de dar un portazo.
Ante el dolor de los demás no caben medias tintas: le tendemos la mano o nos escondemos bajo un caparazón que no trunque nuestra seguridad/nuestra normalidad. Pero por mucho que intentemos que no salgan de la tele, ya están aquí.
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