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Desde que nacemos nos convertimos en un número. Nuestro ser pasa a resumirse en una serie de dígitos para la sociedad en general y la Administración en particular.

Cuando cursaba la EGB ya me asignaron un número de alumno, el 14. Posteriormente, mi persona se fue asociando a las cifras del DNI y a las de la Seguridad Social. De la misma manera, pasé a ser el titular de una cuenta bancaria o tarjeta de crédito con unos guarismos que me identifican. Igualmente pasa cuando me asignan la matrícula del coche, un billete de avión, el expediente académico o el identificador que me reconoce como familia numerosa. Hasta en los juegos de azar nuestra suerte está asociada a una combinación numérica. Y así en la mayoría de ámbitos en los que nos movemos como ciudadanos.

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Nuestros datos se cruzan en el ciberespacio y al final mi radiografía personal se resume en un ordenador que controla cada una de mis acciones y que pueden condicionar las decisiones que vaya a tomar en el futuro.

Toda esta información es la que sirve después para elaborar las estadísticas que inundan los análisis sobre temas tan diversos como el desempleo, las listas de espera en Sanidad, el índice de pobreza o riqueza o la pérdida de puntos del carné de conducir. Lo dicho, mi historial laboral, económico o personal se resume en un apunte de ordenador. No tengo rostro, sino historial.

En los últimos días hemos conocido, por ejemplo, los menorquines que esperan la prestación por dependencia, los que han hipotecado su casa con un prestamista o los que no tienen trabajo. Cada caso es un retrato abstracto que oculta el reverso de una vida que late con nombres y apellidos. Y en este limbo se quedan los que sufren, hasta que si tienen suerte un día dejan de ser un número.