Con la habitual y esperpéntica liturgia etarra –capucha, blusón, boina, emblemas, banderas y puño en alto– tres enmascarados abrían, vía «Gara», su especial «semana grande donostiarra» que culminaría con la puesta en escena de una muy programada «Conferencia de Paz».
Aún tapados, aún sin dar la cara, son bien conocidas sus identidades. Sus fotos decoran comisarías y cuarteles, sólo a la espera de ser tachados con una cruz a consecuencia de su detención.
Pocos días después, en Oviedo, el coronel japonés Toyohiko Tomioka, junto a otros cinco bomberos, policías y militares «héroes de Fukushima», recibían el Premio Príncipe de Asturias en representación de aquellos más de 200 compañeros que arriesgaron sus vidas, entrando en una zona de altísima radiación de plutonio, con el fin de intentar solucionar una crisis nuclear que tuvo en vilo al mundo entero. Todos, a cara descubierta, cuando de ellos sólo teníamos una imagen difusa, vestidos de blanco, protegidos por máscaras protectoras de radiación. Incluso desconocíamos sus nombres.
Es decir, en pocos días veíamos tapados a quienes han destruido, extorsionado y asesinado, y a cara descubierta a quienes habían arriesgado su propia vida, pensando en la vida de los otros.
Los que se consideraban con el derecho a matar, contra los que sentían el deber de salvar.
¡Qué mundos tan diferentes y qué coincidencia tan trágica!
Podría cerrar aquí esta tribuna. El lector ya sabe adónde quiero llegar.
Los tapados, sin la menor mención a la entrega de armas –condición que ha sido estrictamente exigida al comienzo de cualquier proceso de paz y que Kofi Annan conoce muy bien– sin la mirada franca y directa del que pide perdón, sin un atisbo de arrepentimiento, sin la menor autocrítica incluso, ¿qué esperan?
¿Qué queda de aquel primer componente religioso sobre el que se edificó ETA extraído de determinados seminarios del País Vasco? ¿No les hablaron del propósito de enmienda y del dolor de los pecados? Bien sé que no los asimilaron nunca, porque para asesinar hay que haber cruzado muchas de las líneas rojas dibujadas en las aulas de un seminario.
No fue difícil unir a este componente religioso el complemento nacionalista. Quizás sea más difícil explicar la integración del tercer elemento explosivo, el social , teñido de odio. El extraído de las ostentaciones de riqueza, de barrios marginales, de –¿porqué negarlo?– injusticias.
Y al igual que carbón, azufre y potasa individualmente no son dañinos, unidos forman una mezcla altamente explosiva. La fusión de los componentes religioso, nacionalista y de odio social conforma –en mi opinión– la esencia asesina de ETA.
Parte de la sociedad que creó diferencias sociales ha cedido al chantaje del impuesto revolucionario o ha esgrimido como única defensa el silencio cómplice. No debe gustar demasiado, y se obvia citarlo en lo posible, el que los etarras en sus manifiestos se presenten como «organización socialista revolucionaria».
Ahora, los tibios y vergonzantes, pretenden asomar su voz, diciendo que la declaración de San Sebastián ha sido su gran triunfo. Yo les digo: nunca los cobardes consiguieron victorias; nunca quienes no se sacrifican ni arriesgan triunfan.
El éxito será fruto de la política antiterrorista seguida por sucesivos gobiernos, de la complicidad interesada de Francia, de unos tiempos de acercamiento a la política antiterrorista norteamericana, del trabajo callado y sacrificado de ciertos jueces y fiscales, de gentes del CNI, de la Policía y de la Guardia Civil, a los que hay que añadir el incalculable sacrificio de sus familias.
El éxito será de determinados periodistas y escritores que nunca han bajado la guardia.
El éxito se lo merecerán políticos de ámbito nacional, autonómico y local que han dado la cara, que han arriesgado vidas y haciendas en defensa de unos valores y de unos sentimientos.
Pero sobre todo, el éxito será de las asociaciones de víctimas. Las que llevan encima el dolor por la pérdida de sus seres queridos y que son consecuentes con los principios que ellos defendieron y que otros quisieron cercenar a golpe de pistola o de goma dos.
Por supuesto están vigilantes. Por supuesto no permitirán que nadie se apunte el éxito si no están aseguradas lógicas condiciones de arrepentimiento por parte de los asesinos. Desarrolla perfectamente esta teoría, la filósofa Amelia Valcárcel en su obra «La memoria y el perdón». «Hace falta arrepentimiento –nos recuerda– para llegar a un perdón reconciliador».
Ante las únicas referencias a los «amplios sectores de la sociedad vasca y de la sociedad internacional» del manifiesto etarra, todos sentimos como nuestro el problema. Hay una herida en un trozo de España, que es de todos. Y todos nos sentimos obligados a ser solidarios con quienes sufrieron y sufren más.
También es cuestión de justicia.
Artículo publicado en "La Razón" el 26 del 10 de 2011
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