El 25 de abril de 1986 pasadas las once de la noche, hora local, el reactor 4 de la central nuclear de Chernóbil quedó fuera de control. En la madrugada del día 26 una explosión reventó el escudo que protegía el reactor y se desató una de las mayores catástrofes mediambientales de la historia, un infierno nuclear. La bomba de Hiroshima contenía 64 kilogramos de un isótopo de uranio; en el reactor de Chernóbil había 180 toneladas de combustible nuclear del que el 2 por ciento (3.600 kilogramos) era uranio. La explosión a nivel de suelo hizo que la radiación se diseminara, y en las alturas la nube radiactiva barrió gran parte de Europa.
La ciudad de Pripyat, donde se ubicaba la central, se convirtió en un lugar fantasma, y sigue siéndolo cuando están a punto de cumplirse 33 años de aquel desastre. De ello da fe un menorquín viajero, Juan Bravo, que se adentró en sus calles vacías, edificios, escuelas, el polideportivo, los parques..., sus gentes fueron evacuadas sin tiempo para mirar atrás, allí quedaron también abandonadas mascotas, que por las noches lanzaban aullidos aguardando la muerte. La promesa de las autoridades era que los ciudadanos regresarían a buscarlas, a sus hogares, pero eso nunca sucedió. Lo narra un libro que Juan confiesa no pudo terminar de leer, «es muy duro», el de la periodista y escritora Svetlana Aleksievich (premio Nobel de Literatura 2015) titulado «Voces de Chernóbil».
Un documental de otro periodista, Jon Sistiaga, (En la ciudad del fin del mundo, 2013), despertó el interés de Juan Bravo por viajar al centro de la zona de exclusión, donde ningún humano puede residir pero ahora campan los perros y gatos, descendientes de aquellos que lograron sobrevivir, y también hay vegetación y fauna salvaje. Este menorquín visitó por primera vez el Museo Nacional de Chernóbil en Kiev en 2012, cuando asistía a la final de la Eurocopa. Quiso visitar la zona de exclusión «pero como se necesita un permiso especial y no tenía tiempo decidí regresar», explica. Lo hizo en el invierno de 2015, «tenía que verlo», añade simplemente a modo de explicación.
Para ello viajó a la capital de Ucrania, que desde 1991 es un país independiente pero en el año de la tragedia, 1986, formaba parte de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, la URSS, entonces bajo la presidencia de Mijaíl Gorbachov. El tour comenzó y acabó en Kiev pasando por Chernóbil, y de ahí atravesando los controles de seguridad hasta llegar a la ciudad fantasma de Pripyat.
Pripyat contaba con los servicios y comodidades que el gobierno soviético ofrecía a los trabajadores de la central nuclear y sus familias. «Lo que me impresionó es que pasados 30 años todo está igual, se está cayendo, abandonado», explica Juan, quien viajó en grupo y con una guía desde Kiev, además de otro guía gubernamental cuando se adentraron en el corazón del desastre nuclear.
A Chernóbil el viajero recuerda que llegaron por la tarde-noche y que «no nos dejaron salir a pasear, hasta que hicimos la excursión al día siguiente», así que no la pudo conocer «libremente». El tour guiado se realizó por Pripyat y todo lo que quedó abandonado. «Ves el parque de bomberos, la escuela, donde aún había muñecos abandonados; subes a los edificios, el polideportivo, un parque de atracciones que se iba a inaugurar unos días después de la explosión, la zona del lago a la que acudían sus habitantes, en 1970 era una buena ciudad para vivir», cuenta Juan.
De aquel viaje tan diferente le vienen a la memoria el frío, las calles nevadas, una de ellas flanqueada por carteles con los nombres de «los 28 bomberos que salvaron el mundo», así los llamaron. Según las crónicas que relatan la tragedia nuclear, los primeros afectados fueron los operarios y bomberos que intentaron impedir la catástrofe. Dos personas murieron en el mismo momento de la explosión y 28 lo hicieron en los cuatro meses siguientes a causa del síndrome de irradiación aguda. En ese libro de difícil lectura que Juan tiene sobre la mesa durante esta entrevista, el de la premio Nobel Aleksievich, una viuda de un bombero explica la horrible agonía, «cuando lo agarraba para levantarlo, se me quedaban trozos de su piel en las manos...».
El impacto de Pripyat y Chernóbil le deja a Juan Bravo una conclusión: «Reconozco que no soy muy sentimental, lo que me queda de todo lo que ví es que el desastre puede pasar en cualquier lugar y de cualquier medida». En el momento del viaje Suecia estaba financiando la construcción de un nuevo caparazón para el sarcófago cuatro, señala el menorquín, que además cree que el desalojo de la ciudad se hizo «con secretismo».
No es una impresión suya. El muro existía, la información sobre el desastre nuclear se ofrecía con cuentagotas. Los medios soviéticos empezaron a informar el 28 de abril; la primera conferencia de prensa tuvo lugar el 6 de mayo, según crónica publicada en la edición impresa de El País del día 7, y ningún corresponsal occidental, salvo el representante del periódico del partido comunista de EEUU, pudo formular preguntas.
Los responsables soviéticos minimizaron en esa primera comparecencia la tragedia, e incluso el presidente del Comité Estatal de la URSS para el Uso de la Energía Atómica, Andranik Petrosiants, declaró que «la energía nuclear en la URSS tiene muy buenas perspectivas». Casi 33 años después Pripyat sigue vacía pese a las visitas guiadas con la precaución de medir los niveles de radiactividad y asegurarse de que quien entra y sale lo hace limpio.
Chernóbil es ahora un laboratorio post-radiactivo. Tres décadas sin la presencia del hombre y pese a la destrucción inicial, las mutaciones, el bosque abrasado y la contaminación, la vida salvaje se ha abierto camino. «Yo no vi fauna salvaje, sí perros y gatos», asegura Juan. Los descendientes de las mascotas abandonadas que sobrevivieron y pudieron reproducirse ayudan ahora, portando medidores, a controlar el nivel de radiactividad. Especies como lobos, caballos salvajes, jabalíes y águilas parece que sin talas, agricultura, carreteras o caza se han adaptado y están más a gusto sin la presencia humana.
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