En el estudio de Ciutadella con las obras que tiene entre manos. | Gemma Andreu

TW
1

Pasar de vivir en una ciudad que ronda los 15 millones de habitantes a otra que apenas llega a los 30.000 es una aventura llena de contrastes. Tras unos años en Barcelona, Julieta recaló hace casi una década en Menorca, donde confiesa haber crecido como persona y también como artista.

Fueron muchos los argentinos que a principios del milenio decidieron cruzar el charco para instalarse en España. ¿Cuál fue su motivación?
—Había hecho un viaje con mi hermano a Brasil, donde viví durante la temporada de verano. Fue una experiencia superchula. Ello me animó bastante a salir de mi país. De hecho, a los diez años yo ya sabía de alguna forma que quería vivir en España.

¿Y eso?
— No sé, había visto películas, me atraía el lugar, la manera de hablar de la gente. Tenía en esa sensación. En mi caso, llegué a España en 2002, cuando ocurrió todo lo del corralito. Esa crisis fue algo que me desbarató todo, aunque todavía era muy joven, tenía 22 años. Pero igualmente me descolocó, pensé que era un buen momento para cambiar e hice la maleta para venir a España.

¿Conocía alguien aquí? ¿Tuvo algún tipo de ayuda?
— Sí, unos amigos de mis padres. Me instalé en Barcelona, que era una ciudad que también me atraía mucho desde siempre. Ellos me ayudaron al principio hasta que encontré mi propio sitio para vivir. Así comencé con los estudios y a hacer buenos amigos. Fue una experiencia muy intensa.

¿Había oído alguna vez hablar de Menorca o conocía algo de la Isla?
— La verdad es que, sinceramente, no sé muy bien por qué caí aquí. Vine a trabajar la temporada de verano y ahorrar algo de dinero, y aprovechar también para conocer la Isla y disfrutar del sol y de la playa. Llegué el 12 de junio y no sabía nada de Sant Joan, pero nada de nada, y me encontré con esa fiesta. Fue un verano genial, conocí un montón de gente. Y lo que ocurrió es que conocí un Joan en Sant Joan, fue todo muy loco. Tuvimos nuestro momento, pero regresé a Barcelona porque estaba estudiando.

Pero acabó volviendo.
— Sí. Guardamos el contacto, nos escribíamos por mail, no eran los tiempos del whastapp todavía, y al final, después de tres años, acabé viniendo a vivir a la Isla una vez qué terminé mis estudios.

Menorca suele ser un lugar que transmite sensaciones fuertes a los recién llegados. ¿Recuerda qué le pareció a primera vista?
— El primer verano me pareció un lugar increíble. Los pinos, los colores, la luz; me encantó, al igual que el rollito de la gente. Fue una sensación muy agradable, muy positiva.

¿Y después?
— Cuando vine para quedarme también coincidió con el verano. Pero luego llegó el invierno (risas).

¿Es tan temible el invierno menorquín como dicen o es un mito?
— La verdad es que se necesita tiempo para entender cómo funciona todo en general, y fue un proceso duro porque yo nací en una ciudad muy grande, donde me manejaba de una forma muy individualista, al igual que en Barcelona, y aquí me pasaban cosas muy frikis, como que la gente me comenzaba a saludar por la calle. Me sorprendía que me dijera por la calle «qué tal», y pensaba que me lo preguntaban de verdad, pero entendí que eran maneras de relacionarse. Y es que claro, yo nunca antes había vivido en un pueblo.

Lo bueno es que para el proceso de adaptación contó con el acompañamiento de un menorquín.
— Sí, claro; además su familia es un amor, me acogieron y me cuidan y me quieren mucho. Son un encanto, tuve mucha suerte. Hay que tener en cuenta que estamos hablando de un pueblo y en una isla, y acá históricamente pasaron muchas cosas; la gente es cerrada, al de fuera le dicen foraster, pero es cierto que cuando conoces a los menorquines y te abren su mundo y entras, descubres que es gente que se cuida mucho mutuamente, siempre están ahí.

Ya no es una forastera…
— No, no sé qué soy (risas). Con mi manera de hablar rara, no acabo de tener un acento definido. Cuando voy a Argentina también hablo raro para ellos.

¿Va mucho por su país?
— Pues ahora voy a cumplir casi cinco años sin ir. Esta vez me he pasado un poco, aunque mis padres sí que vienen cada año y eso ayuda.

¿Entienden que su hija se fuera a vivir tan lejos?
— Sí. Están tan encantados con Menorca que planean comprarse algo aquí. Lo pasaron mal cuando me fui, pero ahora ven que aquí soy feliz.

¿El futuro pasa por Menorca o contempla la posibilidad de regresar a su país?
— Es algo que no me planteo. Intento vivir cada día. Pero la verdad es que no me imagino viviendo en Buenos Aires otra vez, ni en ninguna otra ciudad. Me he quedado porque, además de que estoy en pareja y soy muy feliz, este lugar es increíble, me da la tranquilidad y la paz y el tiempo para poder crear.

¿Qué más cosas le aporta Menorca como artista?
— Sobre todo, el tiempo, el silencio y la soledad. Aunque es algo que tiene dos caras, porque también es algo depre, pero luego empiezas a entender cómo es y a conocerte a ti misma.

¿Ha evolucionado artísticamente?
— Sí, y como persona. Yo siempre estoy en proceso. Desde que llegué hice muchas cosas. Hubo una época en la que era artistas versus camarera o versus dependienta o secretaria, he tenido muchos trabajos. Ahora estoy en la academia Tallers d'Art, un proyecto muy entregado a la importancia del arte y la cultura, estoy muy contenta.

¿Cómo se define artísticamente?
— Siempre me defino como pintora, pero también he trabajado mucho con la ilustración. Como soy bastante curiosa acostumbro a meterme en tinglados. Me gusta investigar con los materiales y ver cómo funcionan. En 2009 colaboré con el Ayuntamiento en un proyecto sobre inmigración; fue una especie de fotomontaje que después se transformó en instalación. Consistía en unas caras partidas por la mitad con un trasfondo de imágenes que hablan de los tópicos del inmigrante que llega con una mano detrás y otra delante.

¿Qué otros proyectos ha desarrollado?
— También filmé el falso documental «La caja de empatía». Con esos dos proyectos me presenté en el festival Miradas de Mujeres en 2013 y expuse en el Museo de la Inmigración de Catalunya, con los que conseguí una pequeña repercusión.

El año pasado fue una de las participantes de la residencia artística Illes d'Art.
— Sí, Fue una experiencia muy chula. Asistí con Laura Marte, con quien comparto el proyecto Salditos Menorca, que es un videocómic que surgió en un invierno durante la época de la crisis.

Y recientemente ha sido noticia por ser la autora de uno de los relatos de «Mare Nostrum».
— Sí, hace tres años que participo en los talleres que imparte Ana Haro. En esta ocasión he tomado parte en el proyecto editorial con un relato y una ilustración en la que retrato a la impulsora del proyecto. La escritura también forma parte de mi campo de acción, me gusta mucho, hace poco ilustré un relato propio. Me tengo que centrar porque toco muchas cosas en marcha.

Ahora además de crear, enseña a crear.
—Sí. Me di cuenta de que personas a mi alrededor estaban frustradas porque les hubiera gustado dibujar pero consideraban que no reunían las condiciones, y yo lo que quiero demostrar es que en realidad no es así, dibujar es una actividad que se puede aprender como cualquier otra, y una vez que se aprende es para siempre. Al final se trata de aprender a ver, ésa es la clave.

¿Qué es lo que más le gusta de la vida en la Isla?
— Muchas cosas. La calma menorquina, quizás; la luz también.

¿Alguna pega?
— Creo que Menorca culturalmente se tiene que enriquecer más. Hace falta más educación en lo cultural, pero no solo en lo folclórico, que es algo que está muy bien, sino también abrirse un poco más, y no creo que el hecho de que sea un lugar pequeño suponga un obstáculo.

Resuma su experiencia menorquina en una frase
— La Isla ha sido una gran escuela espiritual.