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Viví el periodismo de máquina de escribir desde la barrera, o mejor dicho, bajo las mesas de los redactores que cumplían con su obligación de informar mientras una mocosa de 6 años jugaba al escondite en la antigua redacción de la calle Bonaire de Palma. En 1980 la sede de Diario de Mallorca aún se ubicaba en pleno centro, en una de las vías paralelas a la glamurosa Avenida de Jaime III que, por aquel entonces, en cuanto a elegancia solo albergaba la arquitectónica.

Puertas de un color naranja chillón en los despachos y una antigua y enorme linotipia en la entrada principal aparecen entre mis recuerdos más vívidos.

Era la época de series de éxito como "Lou Grant". A esa edad, informativamente, comprender comprendía poco, pero al menos era consciente de que aquel oficio de periodista –del que disfrutaban los más mayores por la tele con las idas y venidas de los plumillas de Los Ángeles Tribune– se parecía, y mucho, al que se cocinaba en el Diario de Mallorca de los ochenta.

El olor a tinta y papel, el chasquido del rodillo y el timbrazo final a cada cambio de párrafo de las máquinas de escribir me guió desde tan temprana edad a escoger esta profesión.

En estos tiempos presentes las tornas son bien diferentes. El tecleo constante de las Olivetti transmutó al soniquete del tuit / retuit. Un iPhone y una suscripción a una red social convierten a cualquiera en un comunicador global. Ahora lo que se lleva es el periodismo ciudadano y, como tal, todo el mundo sabe, conoce, oye y da fe de lo que sucede a pie de calle. La calidad y la veracidad de los hechos pasan, por supuesto, a un segundo plano. La ética, muchas veces, se queda a medio camino entre emisor y receptor.

Hoy restan pocos "Lou Grant" en las redacciones. A cambio, zutanos y menganos de todo el mundo, con cierto arte en la composición de letras, se pavonean orgullosos con el cartelito: "de profesión, periodista".

La crisis azota a este oficio por partida doble. La económica es preocupante, pero la expectativa del informador frente a un futuro incierto y agonizante, repleto de intrusismo, pone los pelos de punta. El melón de hacia dónde debe dirigirse el periodismo está abierto desde hace años. Pero nadie hasta la fecha ha osado cuestionar si a esta manera de vida, que tanto bien ha hecho a la democracia, le ha llegado la hora del adiós.

Los reporteros –los auténticos– prefieren ver los toros desde la barrera. Lo hacen curados de espanto, pero con cierta amargura.