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El día había amanecido gris con unas nubes grisáceas que invadían la atmósfera y amenazaban una lluvia incesante. Estirado en el sofá del pequeño salón se sacó de un bolsillo interior de sus pantalones un rugoso paquete de tabaco y encendió un cigarrillo. Esa mañana soplaba un viento fresco del norte que calaba en los huesos de cualquier viandante que, valientemente, se dejara caer por las desangeladas calles de la ciudad. Dio una calada y aspiró hondo. Miró su reloj. No le importó la hora que era. No tenía nada que hacer. Hacía días, quizás meses que no tenía nada más que hacer. Sus huesos molidos por el cansancio y el insomnio reposaban en aquel viejo sofá que había compartido tantas horas con ella. Ahora, aquella casa, de paredes de un blanco roto, casi desgastado, albergaba su alma solitaria y su espíritu huérfano. Siguió fumando para apaciguar su dolor después de los excesos de la noche. Una pequeña mesa que se ubicaba a su lado contenía latas vacías de cerveza y restos de pizzas baratas adquiridas, probablemente, en el supermercado más cercano. Una ventana medio entornada retronó e hizo más lúgubre aquel lugar inhóspito. Se levantó para cerrarla y, casi sin quererlo, su vista atravesó la calle para observar el vaivén que había en ella. Se fijó en el movimiento monótono de aquellos transeúntes que caminaban resguardados en sus calientes abrigos. Más allá, en una esquina, dos ancianas charlaban amistosamente, quizás de su vejez, de sus achaques o de algún cotilleo de algún familiar o vecino. De pronto, pasó un joven bien vestido hablando por el móvil y gesticulando con cara de pocos amigos.

Cerró la ventana y se volvió a estirar en el sofá. Pensó en la última imagen que había observado en el exterior. Y miró su teléfono, allí, mudo e inerte, sin ofrecer esa llamada que tanto tiempo estaba esperando de ella. Esa llamada que habría calmado su desesperación y tristeza, compañeras de viaje en ese último tiempo de su vida. Pero aquel artefacto se mostraba desafiante, sin nada que ofrecer más que su rancia compañía. Y se acordó de ella. Se acordó de los momentos más felices que compartieron durante mucho tiempo hasta que, sin dar explicación alguna, se fue y desapareció de su vida como si nada hubiera existido. Quiso volverla a llamar pero desistió, ya lo había intentado muchas ocasiones pero su número había dejado de existir. Y quiso llorar pero no quiso, se contuvo; necesitaba alguna razón de ser para justificar su huida. Pero jamás la obtuvo. Y una agria sensación le invadió por todo su cuerpo, con un nudo en la garganta que le impedía pronunciar apenas palabra. Apagó el cigarro ya consumido y se decidió. Se decidió a salir de casa con el propósito de encontrarla o por lo menos intentarlo. Y la fue a buscar al lugar preferido, aquél que tanto le gustaba a ella y en el que habían acudido con frecuencia para pasar largas jornadas disfrutando de la belleza de aquel paraje. Y pensó en la primera vez que estuvo con ella allí. A su mente le vinieron gratos recuerdos en forma de declaración amorosa, besos y abrazos interminables. Fue entonces cuando llegó al lugar y se acercó al mar. Un mar embravecido a consecuencia de ese viento norteño que soplaba con fuerza y que estallaba con rabia sobre las rocas. Pero a la vez un mar acogedor y discreto, único testigo del amor que se habían proclamado y que ahora había sido engullido como un barco a la deriva. Pero aún tuvo fuerzas para recordar sus caricias, sus palabras comprensivas cuando se sentía débil o cuando necesitaba el oxígeno de sus susurros. Y de repente la vio. Estaba allí, con su melena rubia y su sonrisa que le invitaba a marchar con él. Se frotó los ojos como si de un sueño se tratara y la volvió a ver. Mostraba sus ojos verdosos y sus labios carnosos. De esas aguas removidas y espumosas se reflejó su silueta como si de una ninfa se tratara. Y él se acercó todavía más a ese mar completamente cristalino, el cual cobijaba en su seno aquella figura marina, grácil y atlética a la que tanto había deseado. Y ella le alargó el brazo y le ofreció su mano de piel morena, invitándolo a marcharse juntos.

Y fue en ese momento cuando él observó el anillo que le había regalado la noche anterior a su extraña desaparición. Besó su mano despacio, con ternura y dudó qué hacer. Ella le seguía mirando con una sonrisa sincera para que accediera a acompañarla. Él quiso pronunciar algunas palabras pero su estado de estupefacción se lo impidió. Entonces se vio abocado al mar y a sus aguas desatadas por una furia incontenible. Sin apenas darse cuenta se vio inmerso en una lucha contra viento y marea, y contra esas olas que le impedían nadar y respirar. De repente, una fuerza inexplicable lo arrastró hacia el fondo del mar y allí, otra vez, la vio. El tiempo se detuvo para siempre y entonces la quiso tocar, abrazar, besar, explicarle miles de cosas pero no pudo. La fuerza de la corriente le iba arrastrando cada vez más hacia el infinito de manera que se fue alejando de su cuerpo esbelto. Luchó con todas sus fuerzas para volver con ella y se acordó de todo el esfuerzo que había realizado desde hacía mucho tiempo por encontrarla y tocarla, abrazarla, besarla y tenerla. Apenas sin aire en sus pulmones hizo un último esfuerzo por poder salir a la superficie y respirar algo de aire y la volvió a ver allí, inmóvil. Ella le sonrió de nuevo y se acercó a él, lentamente. Le besó en la mejilla y le ofreció su mano para huir de aquella realidad compartida durante mucho tiempo y en la cual se había sentido presa de un sueño que creía que jamás podría cumplir. Se frotó el vientre y sintió en su interior alguna cosa que se movía. Le sonrió a la vez que vio en su rostro comprensión y dulzura. Ahora que él había ido a buscarla creyó que era el momento apropiado para marcharse juntos, sin prisas, sin reproches, con muchas cosas que compartir. Fue en ese instante en el que le cogió de la mano y lo arrastró por la inmensidad del mar, iniciando así esa huida que ella, tiempo atrás ya había iniciado por no poder lograr tal deseo. Entonces, planeó que le explicaría el sueño que ambos habían perseguido y que después de un largo tiempo se había consumado. Y que ahora se estaba gestando en el interior de su vientre. Le volvió a mirar para contemplar su rostro y observó su misma sonrisa, su misma mirada limpia, su mismo corazón. Pero su cuerpo ya era inerte. Había sido demasiado tarde. Intentó arrastrarlo hasta la superficie pero no pudo. Y su cara seguía manteniendo aquella expresión de felicidad, su último gesto antes de que sus pulmones se encharcasen de una esperanza que hasta el último momento él depositó por poder hallarla en cualquier lugar. Ella le besó en los labios al mismo tiempo que le cogió su mano y la frotó en su bajo vientre. Finalmente se separó con su alma compungida y se revolvió hacia el infinito de aquel mar azulado mientras observaba como las corrientes arrastraban el cuerpo masculino hacia tierra firme. Mientras huía, un pequeño objeto circular brillante se dejó caer hasta el fondo arenisco. Más tarde, él regresó a aquel mismo lugar y lo recogió para poseer un recuerdo imborrable de ella para siempre.