Pep Lluís Roses, rodeado de sus cuatro hijos. Son la tercera generación familiar al frente de una empresa muy arraigada a la tierra. | Miquel Àngel Cañellas
La raíz no está en la tierra, la tierra es la propia raíz. Plinio el Viejo fue el primer publicista de los vinos mallorquines. Así, en su enciclopédica obra Naturalis Historia afirma que «los vinos baleáricos se comparan con los mejores de Italia». Estamos en el primer siglo de nuestra era. Tras los romanos y, a pesar del posterior dominio musulmán, el cultivo de la vid y la producción de vino se mantuvo en toda la isla de Mallorca.
Corría el año 1931 cuando José Luis Ferrer, con apenas 22 años de edad, fundó una bodega con el nombre de Vinícola de Binissalem. Pep Perico, como era conocido por el ‘mal nom’ familiar, se marchó a estudiar a Terrassa, donde se graduó como ingeniero industrial tras hacer un último año de formación en Grenoble, Francia, a poca distancia de una de las más famosas regiones vinícolas de todo el mundo, la Borgoña. Su familia, al igual que la mayoría de las de Binissalem, producía vino a granel, lo habitual en la época. A su regreso, decidió aprovechar los conocimientos adquiridos para iniciar la producción de caldos mejorados.
Trasladar estos conocimientos a la Mallorca preturística de los años 30 era una tarea más que complicada, pero muy motivadora para un hombre con un gran espíritu emprendedor y amigo de todo tipo de innovaciones. Como pionero supo ver la oportunidad donde otros veían el problema. Una de sus primeras decisiones en la bodega fue algo tan simple como embotellar el vino, tras una crianza en barrica de roble, siguiendo las enseñanzas aprendidas en Francia. Esta acción representó toda una ruptura frente a la costumbre de la venta del vino a granel, habitual en toda Mallorca en esos momentos. De hecho, todavía conservan algunos barriles de aquellos años marcados con el eslogan de «vino de calidad estilo Borgoña». Durante la Guerra Civil mantuvo las vendimias y, ante el frenazo de las ventas, guardó los excedentes no vendidos en barricas de roble para su posterior comercialización. Así empezó la crianza del vino en Mallorca. También apostó por la recuperación de la viña mallorquina y, en especial, de sus variedades autóctonas, sobre todo la manto negro, uva con la que empezó la elaboración de sus primeros vinos.
LA FILOXERA. Fue precisamente un visitante no deseado, la filoxera proveniente de Estados Unidos, quien en 1891 había provocado una devastación casi completa de la viña en toda Mallorca. Este minúsculo insecto llegó a la isla en varios pies americanos infectados y adquiridos de manera fraudulenta. Se expandió desde Llucmajor y Algaida, los focos originarios, hasta que prácticamente arrasó todas las viñas existentes en la Isla, provocando que en muchos lugares se sustituyera su cultivo por el de los almendros.
Binissalem fue uno de los pocos municipios que conservó gran parte de sus viñedos. Curiosamente, la salvación de la viña en Mallorca se produjo gracias a la importación de cepas de pies de vid de variedades americanas sanas, ya que la corteza de sus raíces es tan dura que impide que el pico del insecto pueda atravesarla y llegar a los vasos conductores de la savia infectándolos. Las viñas americanas no producen uva, por lo que necesitan injertos de cepas europeas para que puedan dar frutos.
FRANJA ROJA. La historia del vino en Mallorca no pude explicarse sin Franja Roja, la marca más emblemática de la bodega. Sin embargo, ni Pep Lluís, el nieto que la dirige, ni sus bisnietos Pepe, María, Óscar y Sarah, conocen el origen de este nombre comercial, seña de identidad de la empresa. José Luis Ferrer Ramonell inscribió en el Registro de la Propiedad Intelectual un gran número de marcas comerciales, pero curiosamente, la de Franja Roja tardó mucho en registrarse, ya que, como cuenta Pep Lluís Roses, al intentar inscribirla en la España de los años 40 le dijeron que «rojo no se aceptaba nada». También inscribió el nombre comercial de José Luis Ferrer, para disgusto de la multinacional Freixenet, que tuvo un homónimo al frente de la misma durante años. Además incorporó una maquinaria industrial, que resultaba muy novedosa en el momento.
Una de las anécdotas que explica la implicación que tuvo Pep Perico en su empresa se produce en octubre de 1931. Tras la vendimia, la primera en la historia de la bodega, se desplaza a Terrassa para casarse con su novia de toda la vida, una catalana a la que conoció cuando estudiaba ingeniería industrial. Mientras tanto, en Binissalem unos depósitos en los que se fermentaba la uva explotan y arrojan a la calle 45.000 litros de vino, provocando una pequeña catástrofe de la que se enteraron al día siguiente de su boda por la publicación de la noticia en La Vanguardia y que provocó que su luna de miel se tuviera que acortar de manera drástica. Un inicio comprometido para una historia empresarial y familiar que acabó siendo muy exitosa.
TRES GENERACIONES. El recorrido por las bodegas es casi un viaje por la historia de las tres generaciones que las han dirigido. Y lo de tres generaciones no es una errata. Si en la anterior entrega de Sucesión conocimos la historia de la Relojería Alemana, con cinco generaciones en la empresa, pero solo cuatro de la familia Fuster al frente del negocio, en el caso de Bodegas José Luis Ferrer han sido cuatro las generaciones desde su fundación pero solo tres las que han estado implicadas en su gestión.
La explicación es curiosa: el fundador tuvo tres hijas, Niní, Rosa y Carmen y, siguiendo las costumbres de la época, ninguna se dedicó a la empresa familiar. Las tres se casaron y, aunque fueron socias y consejeras, no tuvieron cargos directivos en la empresa. Tampoco los yernos se involucraran en el negocio, ya que cada uno de ellos tenía sus propias actividades empresariales y profesionales. Sin embargo, tanto Pep Lluís como sus hijos, reconocen que su papel fue decisivo para que la bodega superara los momentos difíciles y mantuviera la esencia que todavía hoy les caracteriza. De hecho, Niní continua todavía como presidenta de la sociedad familiar.
LOS NIETOS. Ante esta situación, José Luis Ferrer Ramonell se mantuvo al frente hasta que Sebastián y José Luis, sus nietos mayores, se incorporaron a la bodega tras finalizar sus estudios. Tián y Pep Lluís, como se les conoce a ambos, son hijos de Niní, la mayor de las tres hijas que tuvo Pep Perico. En resumen, la gestión pasó del fundador a sus nietos dejando a sus hijas al margen de la dirección de la empresa. Evidentemente, eran otros tiempos.
Tián, el nieto mayor, vivía en Madrid y se acababa de licenciar en derecho cuando recibió la llamada de la familia para que se incorporase a la empresa, tocada por la decadencia física del fundador a causa de un accidente y de la diabetes que padecía. También su hermano pequeño, Pep Lluís, recibió el encargo y dejó Barcelona al concluir sus estudios de ciencias económicas para regresar a Binissalem y ponerse al frente de la bodega junto a su hermano. Ambos realizaron una breve pero muy intensa formación en enología y se dispusieron a rescatar la empresa familiar de una crisis que amenazaba con ser profunda: una gestión difícil, por las carencias de Ferrer Ramonell; una crisis económica general y la peor cosecha que se recuerda en la comarca, la del 77, a consecuencia, entre otros motivos, de una helada que sufrieron las viñas en mayo. Una conjunción perfecta que podía haber llevado a la bodega a una situación más que preocupante. No fue así, porque, según afirma Pep Lluís Roses, «en la empresa había un personal muy cualificado y con mucha implicación, que evitó que las cosas fueran a peor».
Empezaban los ochenta y los nietos del fundador, tercera generación de la familia desde la creación de la bodega, se convierten en la segunda que se incorpora al negocio y deben hacer frente a un panorama complicado. Convivieron durante un par de años en la gestión su abuelo hasta que, muy tocado por las secuelas del accidente y de su enfermedad, fallece poco después, a los 74 años de edad. Fue un gran emprendedor y un empresario de éxito que lideró, entre sus proyectos ajenos a la bodega, la transformación de Son Vida en un hotel de lujo y la creación de su campo de golf, todo ello a principios de los años 60.
Tián y Pep Lluís Roses Ferrer asumen el reto de modernizar la bodega adaptándola a los nuevos tiempos y a las nuevas necesidades que plantea el mercado, entre ellas la producción de vino blanco, prácticamente inexistente hasta ese momento. Todo ello manteniendo una doble actividad laboral, ya que, al tiempo que dirigían la bodega, ejercían como abogado y censor jurado de cuentas con despachos profesionales de gran prestigio. El llevar o no llevar corbata era la clave para saber si tocaba despacho o bodega. En el período que compartieron con su abuelo aumentaron la plantación de uva destinada a producir vino blanco, que ya empezaba a tener una mayor demanda. Anteriormente se contaba que la bodega tenía tres clientes de vinos blanco: el Hotel Formentor, el Hotel Son Vida y la esposa de Pep Perico, a quien le gustaba por encima del tinto.
Este tiempo en común les sirvió para confirmar que su abuelo era muy moderno y avanzado. Le encantaban todos los avances tecnológicos y fue de los primeros en España en trabajar la fermentación en frío con control de la temperatura. «Pero también tuvimos que comernos algún marrón, como cuando optó por depósitos de plástico y hubo que tirar los depósitos y el vino que contenían, porque resultaron inservibles», cuenta Pep Lluís Roses asumiendo que no todo fueron aciertos.
Tián y Pep Lluís llevaban la gestión de la bodega, pero la propiedad seguía siendo de las tres hermanas Ferrer Lloberas, Niní, su madre, Rosa y Carmen. La empresa estuvo en el mercado durante un tiempo, sin que se llegara a concretar su venta, por lo que tras un período de reflexión, los hermanos Roses Ferrer decidieron adquirir la parte accionarial de sus tías. La negociación no fue fácil ni sencilla, aunque finalmente en el año 2000, Bodegas José L. Ferrer pasaba a ser propiedad al 100% de Niní Ferrer y sus hijos Sebastián y José Luis. Unos años después los hermanos deciden separar sus caminos empresariales y repartir los activos familiares. «No tardamos más de media hora en concretar la distribución», afirma Pep Lluís confirmando que la sintonía con su hermano Tián es total. Hacía tiempo que tenían valoradas las propiedades en común y en 2007, consideraron que, con seis hijos en total, era el momento de que cada uno se hiciera cargo de una parte del negocio familiar. En esa distribución, Pep Lluís se hace cargo en exclusiva de la dirección de la bodega, «a mi hermano le gusta más hacer obras», afirma con una sonrisa. «A mi madre se lo dimos hecho», cuenta para explicar cómo le dijeron a Nini Ferrer el acuerdo al que habían llegado los hermanos para separar la propiedad. Acogió el reparto con satisfacción: un acuerdo modélico entre los hermanos y una continuidad del legado familiar, que se concretó con el traspaso de su 33% a su hijo Pep Lluís y a sus nietos.
BISNIETOS. La cuarta generación de la familia desde la fundación de la bodega pasaba a ser la tercera implicada en su gestión y Pep Lluís asume que, tras el mando único del fundador y la dirección dual junto a su hermano, la de sus hijos será la primera gestión colegiada en la que habrá cuatro miembros al frente del negocio. Son los nuevos tiempos, los elegidos y asumidos por todos.
María, con 39 años de edad, es la mayor de esta generación, los Roses Lambourne. Se fue a estudiar Administración y Dirección de Empresas a Barcelona y tenía intención de volver a la Isla solo a jubilarse. Cursó un máster en marketing y estuvo cuatro años en una gran compañía auditora hasta que, aprovechando la coyuntura y la etapa en que su padre fue presidente de la Cambra de Comerç, se ofreció para volver a casa y echar una mano en la empresa familiar. Cuando se le pregunta por su sentimientos al ser la primera mujer en la dirección de la bodega, le quita importancia y destaca que «siempre ha habido mujeres trabajando en la empresa en puestos de responsabilidad». De hecho, en el departamento que dirige son mayoría. Llegó a la empresa en el año 2015 y se ocupa de la dirección comercial, especialmente de los grandes clientes.
Desde pequeño Pepe, el segundo, pasaba mucho tiempo entre los viñedos cuando era niño y su pasión por el vino le llevó a estudiar enología en el Priorat. Era el que tenía su futuro más claro y el primero en incorporarse a la bodega, en 2010. «Siempre me ha gustado la viña y tenía claro a lo que quería dedicarme». Conoce el terreno que pisa y distingue las viñas como el pastor a sus ovejas. En los primeros años tocaba todos los palos, pero actualmente es el responsable de las viñas y el laboratorio, el corazón y el alma de la bodega.
Óscar, de 31 años, se incorporó a la empresa en 2019. Formado en publicidad y marketing es quien dirige las operaciones en todo lo relacionado con publicidad y comunicación de la bodega, además de ser el representante habitual en las ferias, tanto nacionales como internacionales, en las que participan. Sarah, de 27 años, todavía no se ha incorporado de manera oficial. Aporta sus conocimientos de marketing, especialmente digital y en redes, desde fuera mientras acaba su formación y acumula experiencia en empresa ajena. Sabe que las puertas de la bodega están abiertas y dónde está su futuro.
Sin embargo, Pep Lluís no presionó a ninguno de sus hijos para que trabajara en la empresa familiar. Es más, siempre les insistió en la necesidad de adquirir experiencia fuera de la bodega. Su incorporación fue la lógica conclusión de la pasión que la familia siente por el vino y la tierra que lo produce. Las comidas familiares, una tradición que durante décadas todos los miércoles celebraron Tián y Pep Lluís junto a su madre, se han sustituido, ya que la familia ha ido creciendo con los miembros de lo que algún día será la quinta generación. Los consejos de administración se celebran según sea necesario, sin una periodicidad preestablecida y se convocan de manera informal. Acuden Pep Lluís y los tres hijos que trabajan actualmente en la empresa para que entre todos se consensuen las decisiones importantes y todos estén al tanto de ellas. Tienen asesores que les aconsejan, pero no cuenta con directivos ajenos a la familia en la gestión de la empresa.
Tras pilotar dos sucesiones, Pep Lluís todavía no se ha puesto manos a la obra con el protocolo familiar. «Nos envía a todas las reuniones y formaciones que celebra la Asociación de la Empresa Familiar para que estemos al día, pero todavía no tenemos ningún protocolo familiar firmado», dice Óscar al respecto. Es solo una cuestión de tiempo. Han ido diversificando las inversiones familiares, siempre con el criterio de fortalecer todo lo relacionado con la bodega mejora de instalaciones o maquinaria. Los excedentes se dedican, sobre todo, a inversiones inmobiliarias tanto en zonas industriales como en el segmento residencial.
INSTALACIONES. La bodega actual tiene cuatro partes claramente delimitadas: la más antigua, construida por el fundador en 1931, con depósitos de cemento de 15.000 litros de capacidad, habituales en la época. En 1960, se amplió con seis nuevos depósitos, también de cemento, de 30.000 litros cada uno. La siguiente reforma la hicieron los hermanos Roses Ferrer, a mediados de los años 90, y consistió en incorporar dos nuevas tolvas junto a 14 depósitos de 35.000 litros, destinados a la fermentación y con un mecanismo de regulación de temperatura. El acero inoxidable es predominante, lo que confiere a la instalación un aire de modernidad que contrasta con la solemnidad de las cavas antiguas. La última actuación en 2016 fue la bodega Veritas, ya con los bisnietos María, Pepe y Óscar incorporados a la gestión de la empresa. Cuenta con depósitos también de acero inoxidables, pero de menor tamaño, y cuatro tinas de madera destinados a los vinos de mayor calidad, además de un sótano en el que se ubican las spin barrels de 500 litros de capacidad, barricas que permiten microfermentaciones, y la maquinaria específica para realizar el removido de los vinos espumosos antes del degüelle, operación que antaño se hacía de manera manual en la cava de 1960. El paseo por el interior de la bodega refleja la evolución de la técnica y los medios empleados para producir el vino, siempre con la premisa de mantener la esencia.
Las barricas, de roble francés o americano y madera de acacia, conservan los vinos de crianza, pero también reservas y grandes reservas. Se cambian cada pocos años y son la referencia ineludible en todas las visitas, que han experimentado un gran crecimiento en los últimos años. Aproximadamente un 20% de la facturación de la bodega llega por la celebración de eventos, visitas guiadas y recorridos en el famoso tren de las viñas. Bodas, convenciones, degustaciones de productos o cursos de catas son algunas de los actos que se celebran en las instalaciones de Binissalem. Casi el 90% de las ventas se realizan en Mallorca, su primer mercado, y se reparte a partes iguales entre alimentación y hostelería. La venta directa en la tienda es mayoritaria a extranjeros. El 10% restante se exporta, sobre todo a suizos y alemanes.
La competencia es dura, ya que cada vez hay un mayor número de productores locales. Ante la afirmación de que el vino mallorquín es caro, explican los motivos con pasión y añaden «su precio está justificado por los costes, pero sobre todo por la calidad». Fundaron la denominación de origen, D.O. Binissalem, tras largas negociaciones con la administración central y son firmes defensores de su existencia porque es garantía del nivel de calidad y origen del vino que se produce. También consideran adecuado y enriquecedor que en la isla convivan varias denominaciones de origen, atendiendo a la variedad de viñas y suelos existentes. El 70% de su producción es uva propia.
Producen más de treinta tipos de vinos diferentes, que combinan las variedades de uva autóctonas con las foráneas. También elaboran vinos ecológicos certificados, que tienen una demanda cada vez mayor. La tendencia del mercado se dirige a vinos de menor graduación, más complejos y elaborados, con los nuevos rosados y los ‘bruts’ espumosos como símbolo de los nuevos gustos.