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La productividad y la masificación turística quizás hayan sido los dos tópicos económicos de los que se ha hablado más durante los últimos meses. Como ocurre tantas veces en economía ambos conceptos van acompañados de múltiples matices e interpretaciones que se pasan a menudo por alto. Quizás deberíamos recordar algunos de ellos.

Uno de los axiomas más repetidos últimamente es: el turismo es una actividad generadora de externalidades negativas. El concepto de externalidad se refiere a aquellos costes generados por una actividad que no son recogidos por el mercado. Por ejemplo, una empresa paga por las materias primas, el trabajo o los suministros utilizados en el proceso productivo a un precio de mercado, pero puede estar utilizando o contaminando el agua de un río o contaminando acústicamente a un vecino sin que se le repercuta coste alguno. Al no existir derechos de propiedad bien definidos sobre el agua, el aire o el silencio no hay un mercado que repercuta el coste de su uso o deterioro sobre el usuario o causante del daño. Son costes externos al mercado (externalidades) y el turismo al generar atascos, ruidos o degradación de las costumbres podría ser acusado de generador de externalidades negativas.
Para limitar las externalidades negativas se imponen impuestos sobre los emisores o usuarios para que internalicen los costes de la contaminación o uso de los recursos, o bien, alternativamente, se limita la actividad contaminadora a su nivel óptimo. La ecotasa o los impuestos sobre estancias responderían a la primera de estas intenciones. Si se aplica el concepto de quien contamina paga, el turista debería pagar un impuesto lo suficientemente alto para compensar a los afectados al mimo tiempo que rendiría la actividad dañina (contaminante) mucho atractiva para los empresarios de forma que se acabara alineando la cantidad optima para el productor privado con la cantidad óptima para la sociedad. La segunda opción sería obtener esa misma cantidad de forma estimada y establecer el nivel de actividad óptimo (plazas turísticas) y repartir los permisos entre los empresarios a cambio de algún tipo de compensación.

Por último, cabe recordar que en economía también existen las externalidades positivas. Una empresa que vacuna de la gripe a sus empleados no sólo se beneficia de un menor número de bajas por esta enfermedad, sino que también acaba beneficiando a las empresas vecinas. Sus trabajadores que coinciden en el transporte público o en los restaurantes con los de otras empresas al estar vacunados disminuirán la tasa de bajas en las empresas vecinas sin poder por ello cobrarles por dicho beneficio al no existir un mercado que lo regule. El turismo genera innumerables externalidades positivas sobre las regiones receptoras. Infraestructuras compartidas como puertos, aeropuertos, restaurantes o carreteras que necesitan un número mínimo de usuarios para ser rentables son algunas de dichas ventajas. La modernización de costumbres, usos, o el cosmopolitismo cultural son aportaciones difícilmente mensurables que se deben al turismo al igual que la mejora en técnicas constructivas o el acceso a maquinaria o servicios técnicos que serían inaccesibles a sus ciudadanos si no existiera el turismo.

En realidad, deberíamos centrarnos en cual es el balance neto de las externalidades turísticas y podría resultar que para algunas personas los efectos positivos superan a los negativos mientras que para otras ocurriría lo contrario. En cualquier caso, se debería buscar el punto óptimo de actividad internalizando los costes de la actividad mediante algún instrumento de mercado. Al igual que en la actualidad hemos generalizado el pago de derechos de emisión en múltiples actividades productivas se debería generar algún instrumento económico que gravara la actividad turística para que se autorregulara y alcanzará un nivel óptimo sin generar asignaciones automáticas de actividad imperecederas. Debería existir un nivel máximo de actividad turística sin que se cerrara el mercado para nuevos entrantes y donde se compensara a los que padecen las externalidades negativas.
Detrás de este argumento está la idea de que la tecnología y la innovación deben tener abierta la puerta al negocio turístico. Si congelamos el numero de plazas y asignamos sus derechos a los actuales propietarios cerraremos el mercado a la innovación y la mejora continua. Si algo aprendimos de Malthus y de los autores clásicos del siglo XIX que defendían la llegada del estado estacionario y la necesidad de decrecimiento es que estaban equivocados por que no tenían en cuenta el poder de la innovación y la tecnología. Lo que hoy consideramos como un número excesivo dentro de unos años puede ser mas que asumible o aconsejable gracias a los avances tecnológicos y sociales.

En unos pocos kilómetros cuadrados, Florida recibe anualmente más turistas que las Balears sin problemas de capacidad de carga. Mientras que los parques temáticos de Orlando mueven más de 74 millones de turistas anuales, un país más grande que España, en concreto Kenia, consideraba haber alcanzado su capacidad máxima con un millón de visitantes. No es los mismo vender parques temáticos que safaris, los leones salvajes no pueden satisfacer a tantos turistas como Mickey Mouse, Blancanieves y sus amigos. La mezcla de tipos de turistas y atracciones puede cambiar la capacidad de carga de forma sorprendente y no hay peor cosa que quedarse corto o equivocarse.

Y aquí entra el segundo concepto de moda; la productividad. Cuando medimos la productividad hacemos una división entre Valor Añadido Bruto (VAB) generado y el número de trabajadores utilizados. El VAB unido a los impuestos indirectos netos sobre el producto (IVA, tasas, etc.) dan lugar al PIB que cuando se divide por el número de habitantes se obtiene la renta per cápita. Recientemente en un articulo se explicaba como un bolso de una reconocida firma de lujo que se vendía por miles de euros en realidad costaba producirlo apenas unos setenta euros. Lo que no tenía en cuenta el artículo es que la firma italiana había gastado una fortuna en el diseño, publicidad, promoción y comercialización de dicho producto. Había que pagar a reconocidos diseñadores, estrellas del cine, periodistas, publicistas, etc. El precio final es el valor añadido de todos los que trabajan para que el producto final se venda a miles de euros.

En el turismo pasa igual si un destino tras muchos años de trabajo está de moda y vende sus habitaciones a cientos de euros diarios genera mucho valor añadido (VAB) y permite aumentar la renta per cápita de sus habitantes frente a otros sitios. Pero si deja de promocionar o bien decide autogenerar una campaña de odio y desprestigio que afecte a su demanda y precio, el mismo producto con las mismas horas de trabajo y esfuerzo valdrá menos, generará menor VAB y por tanto una menor renta per cápita. Habremos reducida la productividad de nuestro trabajo de una forma un tanto obscena. Cuidado con la forma en que tratamos la masificación cara el exterior porque puede acabar afectando al Valor añadido del producto, a la productividad del trabajo, a la renta per cápita y, en definitiva, al bienestar de los ciudadanos.