A las puertas del inicio de las nuevas legislaturas autonómica y estatal, es un buen momento para poner sobre la mesa cuestiones que pueden incidir sobre la salud del nuestro sistema sanitario y, en consecuencia, en el bienestar de nuestra sociedad. ¿Goza de suficiente y buena salud el Sistema Nacional de Salud (SNS), pilar de nuestro bienestar?
Por los datos que manejamos parece que sí. Basta con revisar distintos rankings sobre la eficiencia del sistema. Bloomberg (2018) coloca a España en el tercer lugar a nivel mundial, por detrás de Hong Kong o Singapur, mientras que la prestigiosa revista LANCET (2019), menos favorable para nosotros, nos sitúa en el puesto diecinueve.
En sendos estudios destacan esencialmente dos factores que nos colocan en cabeza a nivel mundial: la esperanza de vida y la conformación del sistema sanitario. Respecto a la esperanza de vida, nuestra preciada dieta mediterránea -y me atrevo a añadir nuestro estilo de vida mediterráneo- incide directamente sobre la prevalencia de enfermedades cardiovasculares, una de las primeras causas de muerte en España y en el resto del mundo. Recientes estudios indican que en 2040 seremos los ciudadanos más longevos del planeta.
Por otro lado, la calidad de los profesionales sanitarios, de las infraestructuras y de la tecnología sanitaria de nuestro país no admite duda comparada con otros países con mayor potencial económico.
España dedica a gasto sanitario un 9,2% del PIB, un poco por encima de la media de los países de la OCDE, pero muy por debajo de EEUU, que dedica casi un 14% según datos de 2016. El impacto que representa el gasto sanitario privado sobre este 9,2%, de acuerdo con el IDIS, se aproxima al 30%, de los más altos de los países de nuestro entorno.
La cuestión sobre cómo debe sustentarse el Sistema Nacional de Salud desde el punto de vista de provisión de servicios, genera luces y sombras. Algunos defienden con contundencia que la provisión debe ser exclusivamente pública.
Conceptos como colaboración público-privada, concertación o complementariedad son rechazados de facto. Obvian el aporte que viene realizando la sanidad de titularidad privada al sostenimiento del sistema, sin el cual, con toda seguridad, sería menos robusto.
La actividad asistencial de clínicas y hospitales de titularidad privada de nuestra comunidad, en términos cuantitativos, representa un 45% de la actividad total.
Si no contásemos con esta complementariedad, el esfuerzo que debería realizar el sistema público sería significativo, lo que afectaría, no solo a su equilibrio financiero, sino también a la calidad del servicio.
Todo es mejorable y la Administración debe exigir altos niveles de calidad y ejercer un control exhaustivo de la actividad realizada por los centros de titularidad privada que prestan servicios para la misma. Prescindir de esta actividad, por apriorismos, podría comprometer la eficiencia del sistema.
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