Yuri, ante su estudio de fotografía en un edificio destruido por otro misil. | Gervasio Sánchez
Katerina, supervisora de un supermercado, sintió cómo su cuerpo se elevaba del suelo varios centímetros y vio a sus dos teléfonos salir disparados de los bolsillos del delantal tras el impacto de un misil en el centro de negocios 101 Tower, situado a unos cien metros. La onda expansiva la dejó aturdida durante unos segundos hasta que fue consciente de que se trataba de un ataque ruso y ordenó a sus seis trabajadores, cinco de ellas mujeres, esconderse en el trastero. Allí pasaron cuarenta minutos sin poderse comunicar con sus familias. La puerta principal salió despedida y muchos cristales estallaron en mil añicos. El polvo invadió el local con rapidez.
Desde el incidente, ocurrido el 10 de octubre, hace menos de un mes, le ha dado muchas vueltas a la cabeza y ha llegado a la conclusión de que «el miedo es profundo, inexplicable, te desorienta, te paraliza completamente y vives como si el futuro no existiese». Los combates a apenas cinco kilómetros la obligó a abandonar su casa en la región del Donbass en abril y trasladarse a la capital.
La cajera Julia, de 34 años con tres hijos de entre 12 y 8 años, tuvo mucha suerte. Acababa de recibir un aviso de alarma en el móvil de un inminente bombardeo y había abandonado su puesto para avisar a sus compañeras cuando diez segundos después se produjo la terrible explosión. Fue milagroso que no fuera alcanzada por los cristales reventados o una estantería que se desplomó sobre su asiento.
«Me quedé en blanco. Después pensé en mis hijos, pero no había cobertura telefónica. Cuando recobré la compostura empecé a temblar», recuerda. E hizo algo inaudito para no tener que dar explicaciones: «Grabé con mi teléfono las imágenes de las cámaras de seguridad en el momento de la explosión y se las enseñé a mi marido en silencio».
A apenas dos centenares de metros del supermercado Yuri, de 74 años, ha regresado a su estudio de fotografía situado en los bajos de un edificio, que fue alcanzado hace dos semanas por un impacto directo de otro misil y mató a cuatro personas. «La explosión se produjo a las 8,20 de la mañana y nosotros abrimos a las 10. El edificio se desplomó y está en estado ruinoso», comenta. Pudo salvar la mayor parte de sus cámaras antiguas valoradas en 300.000 euros. Ha podido reabrir el negocio en otro local y evitado dejar a sus cuatro trabajadores en la calle.
«Mis miedos están centrados en mi hijo, mi nuera y mi nieta. En que les pase algo cuando van a trabajar o a la escuela. Aunque sé que el refugio de la escuela de la pequeña es mejor que el de su casa. También me angustia tener que cerrar el negocio definitivamente», explica mientras observa los destrozos provocados por el misil.
En una mañana muy desangelada, la entrevista con Igor Prymak, un abogado de 29 años, comienza en una plaza muy céntrica. «Se tiene miedo a lo desconocido. Por ejemplo, a la muerte porque no se sabe qué pasará después. Quizá si estuviera en otro país sentiría miedo por los acontecimientos bélicos actuales. Pero llevamos desde 2014 así y yo ya me he acostumbrado a esta guerra», reflexiona.
La traductora indica que ha recibido un aviso de alarma aérea por el móvil. La pantalla se ilumina de color rojo e indica que todo el país está bajo la amenaza de un ataque ruso. A los pocos segundos empiezan a ulular las sirenas con un sonido desgarrador. Casi nadie se alarma ni corre. La costumbre dinamita la prevención. Decidimos buscar los bajos de un edificio para protegernos más del frío que de un impacto. La alarma durará algo más de una hora.
Yuri estaba en clase de Derechos Civiles en la Universidad de Jarkiv cuando escucharon vuelos rasantes de aviones ucranianos dirigiéndose hasta la frontera rusa. Acababa de empezar la invasión rusa de 2014. «Me presenté como voluntario con 21 años, pero me dijeron que no necesitaban futuros abogados sino combatientes. Nos quedamos impresionados de aquella agresión. Recibíamos las clases en ucraniano y ruso al 50% y no teníamos problemas entre las dos comunidades», recalca.
Su única crítica al gobierno ucraniano tiene que ver con la idea de «hacernos creer que esta guerra va a finalizar antes del verano cuando puede durar muchos años». Su principal miedo es ver sus planes desechos por las ambiciones rusas. «Eso es lo que me enfada. Que nos haya quitado lo básico, querer ganar dinero para viajar durante las vacaciones, por ejemplo», concreta. Aunque matiza que su situación es mucho mejor que la de las familias que tienen hijos o personas ancianas a su cargo.
Natalia, de 64 años, es una rusa vernácula que está aprendiendo español. Aunque nació en Siberia donde vivió hasta los cuatro años, esta empresaria de cosmética y graduada en Química, afirma que odia el frío y «le gusta el calor de África». «Todos nacemos con miedo que te protege en muchas situaciones aunque te bloquea en otras. Lo mejor para superarlo es tener siempre ocupada la mente», reflexiona. «¿Cómo?», le pregunto. «Por ejemplo, abro un cajón y lo ordeno. Después hago una llamada importante. Me hago una lista de cosas sobre las que tengo el control y las tacho después de hacerlas. Me añade energía y me siento más viva», explica la fórmula que parece infalible.
Eugenia es una programadora de ordenadores de 39 años que pertenece a una familia cuya lengua materna también es el ruso. «No estoy estresada por lo que está pasando ni entiendo que la gente entre en pánico. No he bajado ni una vez al refugio y eso que tengo uno en mi edificio. Prefiero mantener el autocontrol que es una forma de protegerme», afirma sin ninguna duda.
Reconoce que ha cambiado algunas costumbres. Antes de los bombardeos siempre caminaba por las calles principales y ahora prefiere ir por callejuelas más escondidas. Es la única estudiante del curso iniciático de español que sigue en Ucrania. El resto de sus compañeras hace tiempo que se fueron a España. Asegura que ha sacado todo el dinero de sus cuentas corrientes y guarda el efectivo por si se produce el colapso del sistema financiero. Como dice un dicho ucraniano, «todo lo mío lo llevo conmigo».
Timur, de 45 años, es un financiero internacional que nació en Donetsk, ocupada por los separatistas rusos. «Nunca noté un conflicto entre ambas comunidades, pero la propaganda se utilizó para crear la mentira de que los que hablaba ruso iban a ser maltratados. El ejemplo soy yo mismo: mi lengua vernácula es el ruso y no he roto mis relaciones con nadie», afirma con rotundidad.
Partidario de la censura militar hasta que se gane el conflicto, cree que estamos ante una guerra entre dos mentalidades muy opuestas: «La mentalidad asiática y rusa que piensa que el gobierno funciona como una extensión del país en el que el ciudadano no tiene capacidad para elegir y la mentalidad europea y ucraniana, que es más democrática y partidaria de los cambios».
Cuando el ejército ruso comenzó a bombardear los alrededores de Kiev decidió sacar a sus dos hijos y su segunda esposa de Ucrania. El mayor se fue a España y el pequeño con su madre a Eslovaquia. La separación ya dura ocho meses. «Está siendo muy duro. Me quedé con mis padres y me encargo de cuidar de una gata que me dejaron unos vecinos que también se marcharon. Me sirve para superar el estrés», dice. Cree que el miedo, una de las cuatro emociones principales, nunca debe tener un impacto dominante en la toma de decisiones.
Constantin, de 42 años, trabajador de la construcción, decidió no abandonar su casa al inicio de los bombardeos rusos de febrero sobre Kiev como hicieron la mayoría de sus vecinos que se refugiaron en los subterráneos. A las 8,12 del 26 de febrero un misil se estrelló entre los pisos 18 y 21 y destrozó todas las ventanas de su casa.
Lo primero que pensó fue en poner a salvo a su mujer e hija de 10 años. «Decidí no salir porque el humo en el pasillo impedía ver y respirar. No hubo muertos y sólo dos personas sufrieron heridas. Los artificieros me dijeron que milagrosamente no había estallado la carga del misil de crucero», explica en el portal de su casa.
Desde entonces vive en una casa alquilada y está reconstruyendo su apartamento destrozado. El trauma sigue presente en su familia que no quiere regresar. Lo que más le cuesta digerir son los reproches de su hijita: «Papá, me prometiste que nunca nos atacaría y por poco nos matan»:
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