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La sinceridad da una risa enorme

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El recurso más usado en la comedia, desde el cómico Aristófanes de la antigua Grecia a las series y telecomedias actuales (sitcom), y que constituye una mina de oro para los humoristas, suele ser ese personaje que de pronto dice la verdad, se muestra tal como es y hace gala de una desternillante sinceridad. Sobre todo, si además parece muy espontáneo y natural, ajeno a la que está liando. Es un recurso infalible, muy buscado también en los realities, programas de telerrealidad y hasta tertulias, porque cuando la gente escucha algo con apariencia de verdad, muy sincero, estalla en carcajadas.

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Esto le sucedió incluso a Robert Musil, célebre escritor austrohúngaro combatiente en la I Guerra Mundial, que de cómico no tenía nada, cuando en una conferencia muy académica titulada Sobre la estupidez, el auditorio se partió de risa nada más oír el título, que acaso tomó por sincero arrebato y fuente de diversión. Así que mientras la humanidad lleva milenios admirando y elogiando la verdad y la sinceridad, virtudes esenciales para la ética y la moral, paralelamente y desde el invento de la comedia, se troncha inevitablemente de risa en cuanto asoman la nariz. ¿Y por qué? Porque siempre es totalmente inesperado, lo que constituye el alma de cualquier buen chiste. Que te sorprenda, que no te lo esperes aunque te lo hayan contado mil veces. Ah, qué raros somos. Nos pasamos la vida echando de menos un poco de integridad y sinceridad, prueba de que aún existe la decencia, y luego nos tronchamos de risa cuando la exhibe descaradamente un comediante. Se dice que el humor intenta hacer soportables las miserias humanas, pero no es sólo eso. Como han sabido siempre todos los bufones (que por oficio siempre dicen la verdad), también nos reímos, y a mandíbula batiente, con la mínima muestra de veracidad. Y es que da mucha risa. Por lo inesperado, desde luego. Mira lo que ha dicho este, no me lo puedo creer, se carcajea la gente. No es exactamente cinismo, es por la sorpresa.

Los cómicos y comediantes conocen esta paradoja (Paradoja de capullo, se llama) desde la antigüedad, y de ahí que ningún dirigente intente parecer sincero. O fracasaría o, peor aún, daría una risa enorme.