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Elon Musk publicó recientemente en su red social, X (antes Twitter), que Vox iba a ganar las próximas elecciones en España. El magnate estadounidense, que elogió a Milei por rechazar de lleno la idea de «justicia social» e hizo campaña por Trump en EEUU y por ADF en Alemania, ya no se esfuerza en disimular que es nazi. Y Trump le ha dado plena libertad para desmantelar por completo las instituciones del Estado de derecho estadounidense.

Estamos, no cabe duda, ante un retorno del fascismo. Un retorno por la puerta grande: ha ganado las elecciones en 2016 y 2024 en EEUU, en Brasil en 2018, en Italia en 2022, en Argentina en 2023; y en Francia y Alemania ha obtenido buenos resultados en 2024 y 2025. Se trata de un fascismo heterogéneo, con mensajes contrarios entre sí, que tiene como elementos definitorios la incorrección política y el liberalismo económico extremo. Estos elementos se ven reflejados en el absoluto desprecio por el movimiento feminista, los derechos civiles y el multiculturalismo. Pero a lo que se opone por encima de todo es a la idea de justicia social, argumentando que ésta sirve como pretexto a las democracias occidentales para crear una sociedad de parásitos: Una sociedad basada en tributar y redistribuir recursos de quienes se esfuerzan, trabajan e innovan hacia los parásitos que viven del papá Estado. Estas retóricas tienen su sustento teórico principalmente en los trabajos de los economistas Ludwig von Mises y Friedrich Hayek.

2 El éxito electoral de este fascismo 2.0 se explica en buena medida por la capacidad que tiene para difundir mentiras y desinformación a través de las redes sociales. A través de X, Facebook, Instagram o Youtube, el fascismo del siglo XXI plantea desafíos que están poniendo en jaque a las democracias occidentales. En la comunidad científica hay consenso en cuanto a que las autoridades deberían intervenir las redes sociales antes de que la crispación que estas promueven estalle en algo catastrófico e irreparable. Estas plataformas requieren una reforma, puesto que difunden desinformación y promueven crispación social con el fin último de destruir el Estado de derecho. Este es un tipo de violencia que debería estar restringida bajo el precedente de Brandenburg, que limita la libertad de expresión cuando existe una alta probabilidad de incitar una actividad ilegal inminente.

La desinformación en redes se ha convertido en una preocupación central para los gobiernos democráticos, especialmente tras revelarse la interferencia en procesos electorales en Estados Unidos y otros países. Esto ha dado lugar a una variedad de respuestas y estrategias en el ámbito de las políticas públicas. De hecho, el propio presidente del Gobierno español, Pedro Sánchez, anunció acciones en este sentido cuando los bulos estuvieron a punto de acabar con el actual gobierno de coalición. Pero nunca más se supo. Nuestros reguladores quizás deberían fijarse en las iniciativas llevadas a cabo en otros países. Una que parece no haber tenido éxito es la «ley de noticias falsas» aprobada por el Gobierno italiano en 2018, que otorgó a unidades policiales autoridad para verificar noticias publicadas en la red. en Suecia se promovió la comunicación regular y extensa entre el servicio de inteligencia y los periodistas, algo que parece estar dando frutos; aunque dudo que esta iniciativa funcione en España. Es, desde luego, una cuestión difícil de afrontar, pero nos lo estamos jugando todo.