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La gente cree en lo que le da la gana, porque sí, pero las obsesiones ya vienen predeterminadas sin que medie su voluntad. Nadie escoge sus obsesiones como no escoge su cara, aunque igual que su cara, lo normal es que le terminen gustando y se identifique con ellas. Son su personalidad. Si no les gusta, pueden recurrir a la cirugía plástica, taparse la cara o hacer muecas. Pero las obsesiones no se operan, y en cuanto coges una hay que apechugar con ella quizá para siempre. Salvo que la cambies por otra, tres o cuatro obsesiones pequeñas por una más grande es el proceso corriente, sin que varíe el peso total de tales obsesiones, que es constante. Por el extraño libro «Algo elemental», de Eliot Weinberger, supe que el poeta chino del siglo XVII Chang Ch’ao afirmó que las flores deben tener mariposas, las rocas deben tener musgo, y la gente obsesiones.

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Es decir, que no solo las tienen sino que deben tenerlas. Ahí sí que no había llegado yo. ¿Y de dónde vienen esas obsesiones, puesto que nadie elige las suyas? De las profundidades de la mente, y también del aire, como los microbios. La gente las asume y refuerza por inhalación, y enseguida pasan a formar parte necesaria de su espíritu. Cada individuo y grupo humano tiene las suyas propias, y por ellas se les reconoce. La obsesión con las ofensas ajenas, que genera epidemias de victimismo, es de las más comunes. O la de las cifras, la obsesión cuantitativa muy en boga y que afecta a la gran mayoría de la población mundial. Tremenda, esta obsesión numérica. Como la de las antigüedades. Obsesiones anticuadas, se llaman, muy frecuentes tanto entre el pueblo llano como entre los intelectuales, y tanto en la derecha como en la izquierda.

¡Obsesionados con lo mismo que un profeta del Antiguo Testamento! Ni la tecnología les saca de su obsesión por la antigüedad, quizá paralela a la gran obsesión poética con el paso del tiempo. ¡El paso del tiempo! Desde luego, si fuésemos libres de escoger manías y obsesiones, y sabiendo por Chang Ch’ao que debemos tener algunas, yo les recomendaría otras. Eso sí, sin intentar quitarle las suyas a nadie, porque se vaciaría. Se quedaría sin nada de psicología, como una piedra sin musgo.