Durante la pandemia estrenamos virus y vivir privados de libertad de movimiento durante unos cuantos meses. Confinados quedamos. La desigualdad económica y social se evidenció durante ese periodo. Del vivir en segundas, terceras residencias, a cuerpo de rey a apañártelas en pisos patera. Esos meses sin turnos de salida. El infierno en las cuatro paredes. Cuando poco a poco fuimos saliendo, mi mirada se llenó de coches abandonados que se habían convertido en moradas. Los llamé los inquilinos del metal. Hoy es otro el virus que nos enferma. A algunos les mata.
Leo, y no es novedad, la utilidad que tienen los aeropuerto para las personas que duermen al raso. Los sin hogar. En Son Sant Joan buscan techo, baño y un enchufe personas que han quedado en los márgenes. Se les ve arrastrando sus cuatro pertenencias en bolsas de plástico, en maletas viejas. Algunos están solos, otros están en pareja. No se ven niños. El Instituto Nacional de Estadística cifra el aumento de personas sin hogar en un 17 por cien en la última década. Se estima que uno de cada cuatro tiene estudios superiores. No miremos a otro lado. Que haya personas sin casa es un fallo del sistema. La Declaración Universal de los Derechos Humanos contempla el tener una vivienda digna como un derecho primordial. Muy mal lo estamos haciendo.
Los aeropuertos como metáfora de la necesidad de moverse que tiene el ser humano, como arquitectura que cobija la esperanza de felicidad que todo viajero anhela al subirse a un avión son, a la vez, la antesala del paraíso perdido. Los aeropuertos están hechos para el movimiento, para la fugacidad, para el juego del escondite, no para convertirse en la casa de nadie.
Resulta paradójico que estas lanzaderas que son los aeródromos, el lugar perfecto para los que no pueden estarse quietos, el espacio necesario para cobijar este ir y venir de deseo o necesidad, acabe convirtiéndose en morada. Otra cosa es la frialdad, la incomodidad de estos eficaces lugares de paso. La eficacia podría ser un poco más amable. Izaskun Chinchilla ha escrito «La ciudad de los cuidados» en el que describe como buena parte del mobiliario urbano están diseñados para la expulsión. Bancos en la calle a los que les colocan unas barras metálicas para que los sin techo no puedan echarse un sueño. Es la llamada arquitectura hostil. En los aeropuertos es frecuente. Solo en las salas vip, de nuevo la desigualdad económica y social, se garantiza un mobiliario amable para las personas.
A escasos meses del inicio de la temporada turística, que ya auguran de vértigo, es más que probable que suponga el desplazamiento de quienes ahora intentan sobrevivir en un recinto que les da seguridad. La calle es fría, enferma, te dan patadas, te clavan cuchillos. Quizá algunos se queden en el aeropuerto, invisibles entre la multitud, que para eso está, para convertirnos en un punto en este infinito de desigualdad.