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Hace apenas unos días, miles de palestinos desplazados por la guerra se agolpaban en las playas de Gaza a la espera de que las autoridades israelíes les permitieran volver a lo que quedaba de sus casas, merced al acuerdo de alto el fuego. Llegaron entonces a la redacción del periódico decenas de fotografías aéreas que mostraban a la muchedumbre, con sus escasas pertenencias, junto a tiendas de campaña que les habían dado cobijo durante semanas. A su lado, sin que para ninguno de ellos tuviera el menor valor, se extendían kilómetros de una preciosa playa virgen interminable, de arenas doradas bañadas por las aguas cristalinas y turquesas del Mediterráneo.

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Eso que para nosotros es el mayor de los tesoros, lo que nos ha convertido en una potencia turística europea y que produce como caídos del cielo miles de millones de euros, es a ojos de la población gazatí –y del grupo terrorista que les gobierna– lo más parecido a un vertedero donde depositar los desperdicios inútiles, con la esperanza de que se pudran al sol o se los lleve el mar. Seguramente en la Casa Blanca vieron esas mismas imágenes u otras similares y enseguida comprendieron que a esa población aferrada a una religión que les impide desprenderse de la ropa, tomar copas o disfrutar del sexo casual las playas no les interesan. Pero a Occidente sí. Y mucho. Hay ahí un negocio fabuloso a la espera de que alguien lo maneje. No es que Israel necesite más kilómetros de costa –tiene 275 y la Franja cuarenta–, pero ningún empresario americano le haría ascos a un pastel como ese. Claro que para que eso prospere primero habría que pacificar la región y convertirla en un lugar seguro. Algo que, temo, todavía está a décadas o siglos de lograrse.