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Sobre la espectacular toma de posesión del presidente de los Estados Unidos he leído en los últimos días, y solo en prensa, un volumen textual equivalente a los tres libros de los Ensayos de Montaigne, cima del pensamiento humanista, o a las 1.200 páginas del insufrible mamotreto La broma infinita de Foster Wallace, del que solo llegué a la página 40 y ahora duerme eternamente en el estante más alto de la biblioteca, lejos de mi vista. Menuda broma. Quiero decir que estoy más que enterado del asunto, y puedo resumir esa inmensa marea de información y comentarios, que por otra parte no ha hecho más que empezar. Quizá algún día podamos hablar de otra cosa, pero no será pronto, ya que todavía estamos en la puesta en escena de dicha posesión, que tiene obsesionados a casi todos los comentaristas. Qué grandiosidad, qué desparpajo. Por las pelis sabemos que más que las peripecias de los personajes y el argumento de la historia, lo importante es siempre la puesta en escena, clave de la cultura audiovisual, y no lo que hacen o dicen este y aquel. La puesta en escena lo es todo, y esta de Trump superó incluso a las del Vaticano, maestros indiscutibles durante siglos en materia de escenarios. Como cuando condenaron de inmediato los Ensayos de Montaigne en la lista de libros prohibidos, por cierto. Televisada a todo el planeta, con repeticiones en bucle según pasan los días, la descomunal toma de posesión del 47 presidente de Estados Unidos, ovacionado por la oligarquía financiera y tecnológica, ha generado más palabras que un campeonato del mundo de fútbol.

Pero se las resumiré en dos. Las prisas. La velocidad de ejecución. Centenares de decretos en un clic. Todo en todas partes a la vez. Muchas prisas atrasadas, colosal avidez, una rotunda declaración de que lo quiero ahora, ya. El lema de nuestro tiempo, no por infantil menos exitoso. Lo que sea pero rápido, he aquí el espíritu de la época. No se puede negar que este presidente la representa, y dispone de los mejores profesionales de la puesta en escena. Ni Napoleón coronándose a sí mismo mostró tantas prisas por tomar posesión, y hacer de ello un espectáculo global. La posesión en sí, diría Kant. A ver cuándo podremos hablar de otra cosa. Esta broma infinita (¡posesión infinita!) me tiene el cerebro achicharrado.