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El ego es lo que mostramos de nosotros mismos cuando somos vanidosos. El yo puede ser realista, pero el ego es una construcción narcisista especializada en el pavoneo de las propias vanidades. Acaba de escribir J. M. Esquirol: «L’ego inflat sempre és feble». El yo puede cohabitar con la soledad, el ego reclama escenario, público y aplauso. El yo admite ser coprotagonista, el ego demanda ser protagonista único. Un yo se encuentra con un ego y le dice: «En la universidad conseguí una licenciatura», a lo que el ego responde: «Hablas con uno que tiene dos doctorados». Sigue el diálogo: «A mí me va bien el pádel», a lo que responde: «Soy el number one en pádel, tenis y golf». El yo decide retirarse de la conversación, el ego insiste: «Soy the boss, no tengo rivales en mi oficio». La tarea primordial del ego no es mostrarse, es exhibirse; tiende a exagerar y a exagerarse, con lo que logra rápidamente hartar al vecindario. El yo puede hablar de muchos temas, el ego es monotemático, se abstiene de citar a otros, se limita a autoexponerse, autocitarse y autopromocionarse.

¿Y la rosa? La rosa descrita por el poeta alemán del siglo XVII vive domiciliada en las antípodas. Este es el verso de Angelus Silesius: «La rosa es sin porque no pretende ser vista. Florece porque florece, no tiene preocupación por sí misma».