Si tengo que serles sincero, aunque a algunos les parezca una chorrada, me alegro que la publicación de esta columna coincida con el Día de Reyes, no sé, se me antoja como si entre renglones pueda esconderse algo de esa magia que un día tan señalado llena de gozo los corazones de los más pequeños y ojo, también en los de los más mayores. Esta fecha me recuerda, me lleva, a esas mismas experiencia que uno vivió cuando los sentimientos seguían vírgenes porque ser niño o niña es posiblemente una de las etapas más luminosas de la vida.
El pacer de entonces, ese rasgar el papel que envolvía lo que esperábamos hasta tenía un sonido diferente, era armonioso, casi musical, totalmente al sonido de los papeles que como adultos solemos rasgar y destrozar llevados por una desmesurada rabieta. Si tuviera que quedarme con alguno de esos primeros tres regalos que llevaron los Reyes Magos, el incienso, oro y mirra, creo que me decidiría por la mirra, ese misterio sobre qué era y sobre la que existen tantas versiones hace que tal vez sería mi preferida.
Al fin y al cabo de incienso y humos nos sobra, y el oro dependería de la utilidad que le diera, sería un acierto o una desgracia. La pregunta que me hago es si habremos sido capaces de transformarnos en niños este día y la noche anterior y si habremos aprendido algo de los más pequeños.