Desde que fuera asolada por un tifón, hemos descubierto que existe Mayotte, territorio francés que sobrevive como puede. Lejos de la metrópoli, frente a las costas africanas, el pequeño archipiélago en el océano Índico recibe miles de migrantes irregulares que, a sabiendas de que esas islas son también europeas, buscan participar de sus ‘privilegios’. Por eso, la mitad de su población es ilegal y ni siquiera figura en el censo. Ellos, y muchos de los autóctonos, malviven en arrabales chabolistas cercanos a verdaderos paraísos naturales que podrían convertirse en un poderoso activo turístico.
Nuestro Archipiélago nada tiene que ver con aquel otro. Y sin embargo, hay cuestiones paralelas. La ‘riqueza’ y los ‘privilegios’ de los que gozamos gracias al turismo y a nuestra pertenencia a Europa se convierten en foco de atracción para miles de personas que aspiran a participar en ello. Llegan sin nada, algunos trabajan en lo que pueden, descubren que esa ‘riqueza’ es en realidad una muralla inexpugnable y que jamás podrán franquearla. Así que llenan las islas de chabolas, malviven, sobreviven. Aquí no hay tifones que se llevarán sus vidas por delante, pero tampoco hay futuro. No al menos el que pudieran haber soñado.
Para los ricos de Mallorca, la isla sigue manteniendo algunos de sus atractivos indiscutibles, para la mayoría es un lugar cada vez más inhabitable. Por el clima de año en año más sofocante, por los precios desorbitados, por la asfixia de la masificación, por la pérdida irreparable de identidad y cultura propias. No es fácil poner remedio a esta situación, ni siquiera creo que a las autoridades les interese mirar allí abajo. Lo harán, quizá, cuando sea demasiado tarde. Como en Mayotte.