Quien tiene una casa tiene un tesoro. Y cada vez más preciado. Lo mínimo necesario para poder vivir es tener una casa, aunque no seamos sus propietarios. Y, desde luego, esto dista mucho de ser verdad. Hay casas de sobra, y aún no son suficientes, hecho que crea un malestar social que se respira en el ambiente. Refugiados, exiliados, víctimas de desastres naturales, desplazados, bombardeados, se suman al gran problema de los sintecho o los que se resguardan debajo de un puente (los vemos en las noticias). ¿Y qué decir de los que podrían tener una casa pero no pueden pagarla? Muy mal está, esto de las casas. Y tener una es muy necesario, sea como sea.
Literariamente, y por los títulos, conocemos casas de muchos tipos: casas desoladas, casas de siete tejados, casas hundidas en un mar de luto, casas de muñecas, casas del recodo, casas de espíritus e incluso casas de la pradera. Muchas otras casas no aparecen en los títulos de las novelas, pero son grandes protagonistas de célebres historias. La casa es nuestro refugio, pero también es nuestro reino y nuestra intimidad. De pequeños solemos dibujarla, con el tejado rojo, un árbol y una valla. Sin embargo, mil ochocientos millones de personas no disponen de una vivienda en condiciones, y serán muchos más con el paso de los años.
Que nos quiten lo que quieran, menos nuestras casas. Ahora mismo entraríamos en pánico si tuviéramos la menor sospecha de que un día podríamos perderla, algo que, sin embargo, le está pasando constantemente a mucha gente (siempre la misma, por cierto). Y son muchos los que ya ni siquiera se alojan en casas de treinta metros ni en caravanas, sino en unas casas-cápsula, idea de los japoneses, que permiten aprovechar al máximo el espacio y que, además, nos empiezan a preparar para el traspaso al nicho. Fantástico plan de este nuevo milenio.