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El otro día, en el encendido de luces de Navidad de Mahón, disfruté como un niño. Literalmente dejé que mi imaginación volase libre hacia esos recuerdos que guardo demasiado dentro de cuando todo era mejor y cuando todo era más fácil. Porque qué bien nos viene, de tanto en tanto, poder hacer un break o una especie de pausa en mitad de nuestra vida de adulto que nos permita volver a ser esos enanos despreocupados que creían en todo y desconfiaban de nada.

Escuchando a na Llumet major cuando contaba su historia, y ponía en antecedentes a tantas y tantas personas que escuchaban atentamente -sobre todo los menores-, me identifiqué en la sonrisa de una niña que lo miraba todo sin terminar de entender qué estaba pasando pero fascinándose al máximo cuando se encendieron todas las luces tras una cuenta atrás al unísono de toda la plaza.

Como dice Homer Simpson, «hay cosas que el dinero no puede comprar», y hay algunas sensaciones y emociones que, o se viven con la inocencia de un niño o no se entienden. Hay momentos que se escapan de toda lógica y comprensión adulta y solo se pueden ver e interpretar con los ojos de un niño.

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Fue en mitad de todo ese bullicio que recordé la imperiosa necesidad que tenemos los adultos de ser un poquito menos adultos en estas semanas que se avecinan, para que los más pequeños disfruten al máximo de una sensación que, lamentablemente, es pasajera y que pasará demasiado rápido. Según qué tipo de ilusión tiene una fecha de caducidad demasiado corta.

Es verdad que, tras un año más o menos duro, que en el mejor de los casos está muy lejos de ni siquiera acercarse a las expectativas que nos habíamos fijado cuando arrancó, tengamos la tentación de decir que estamos muy cansados para esto o para aquello, pero creo que tenemos que sacar un último chorro de energía para darles a los más pequeños la oportunidad de que mantengan la ilusión un año más. O incluso que no la pierdan nunca.

Porque, imagínate por un momento que tú no la hubieses perdido, que nunca se te hubiese marchado esa fuerza desmesurada, esa alegría incontestable, esa ilusión invencible que hace capaces a los niños de todo aquello que son incapaces los adultos. Imagínatelo… ¿Cómo vivirías los días malos?

Hay muchas cosas que tenemos que enseñar a los más pequeños, no cabe duda, porque nos ampara una experiencia superior de vida, con sus aciertos y sus fallos, pero ojalá le diésemos más importancia a lo mucho que nos pueden enseñar ellos. Y les hiciésemos caso, porque más de una vez hace más falta un niño ilusionado que un adulto lógico.