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Desde Europa nos cuesta entender a los norteamericanos. Les juzgamos con arreglo a criterios que no son los suyos o que allí solo encarna una minoría. Antes de intentar analizar el extraordinario éxito de Donald Trump en las elecciones, Jill Stein, candidata del Partido Verde, defendiendo un programa similar al de los verdes y los ecologistas que aquí en la mayor parte de los países de la UE tienen diputados y hasta en algún caso forman parte de gobiernos de coalición, allí ha conseguido poco más de treinta mil votos. A Trump le han votado más de 72 millones de personas, muchos son de origen hispano, y le han apoyado a sabiendas de que en su programa se compromete a endurecer las medidas contra la inmigración.

El caso de Florida, donde la población es mayoritariamente de origen hispano, es llamativo en ese sentido porque le defienden hablando en español. Kamala Harris, candidata del Partido Demócrata tras la manifiesta incapacidad del presidente Joe Biden, centró buena parte de su campaña en lo que podríamos resumir como una agenda feminista. Lo más parecido a un programa de los que en Europa encuentran respaldo electoral. Trump estaba en otra cosa. Prometiendo mejorar la situación económica atacada por la inflación y denunciando la carestía de la vida, un mensaje dirigido a los votantes de las clases populares. Otro dato a su favor: allí a los ricos les admiran, aquí –recuérdese las campañas de la extrema izquierda– se les ataca. Allí son muchos los que creen en el sueño americano. Aquí las guerras de Ucrania y de Gaza habrían provocado debates acalorados, allí han pasado de perfil. Allí ha sido la economía, el bolsillo, los aranceles, la defensa de los productos propios... «América primero», como dijo.