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El Día de Difuntos es una jornada de ofrendas en la que recordamos ante la losa a nuestros finados; jornada de evocación ceñida por tradición a esos días; los pensamientos van por otra frecuencia. La historia de los cafés para hablar de la muerte comenzó en el año 2011 (?), con tertulias reguladas por dos normas: discreción, y respeto a las demás opiniones, que inició John Underwood en su casa londinense tras sufrir una serie de pérdidas galopantes. De encontrar personas serenas y con empatía, podría ser beneficioso, como cabe suponer, desnudar el alma y hablar de la muerte, orientando nuestras inquietudes al desahogo, preferiblemente sin auto regaño. Lo más habitual en nuestra sociedad, como se dijo, es vivir de espaldas a ese escenario; o ese humano recelo ante la última bajada del telón si conjugamos la cita de Tennessee Williams: «La vida es una obra bastante buena excepto el tercer acto, el último…». En orden no menor, la escritora Irene Vallejo nos hablaba de una antigua historia referida a ‘otros cafés’, sumándose a lo difícil que es consolar. Y explicaba que el orador Antifonte, que vivió en el siglo V a.C., inauguró un local en la ciudad de Corinto para atender con buenas palabras a los afligidos. Ofrecía consuelos, según fuentes clásicas, para enfermos del ánimo. Sin embargo, mucho más acá, el educador Manuel Luque advertía: «El que no haya soportado mis sufrimientos, que no me aconseje…».