Se ha convertido en un lugar común, al hablar de nuestra política actual, la referencia al patio del colegio como el símil más descriptivo de las formas y maneras que gastan sus señorías en su alocada actividad parlamentaria y gubernativa. Resulta acertado. No solo por el griterío y la barahúnda que resuena en los tímpanos del viandante casual que circunda esos muros de ladrillo y tela metálica que contienen a nuestros chiquillos grandes y pequeños, también por lo ajenas que resultan las preocupaciones internas del recreo a quien transita con el fin de presentar una instancia o resolver sus problemas con Hacienda.
El patio del colegio ha tenido, de siempre y a pesar de la voluntad de todos los maestros de todas las épocas, sus propias normas y claves. Inexplicables, eso sí. Incluso intraducibles de un espacio a otro, de un colegio a otro o de un hemiciclo a otro. Pero si algo caracteriza a todos los patios de colegio -e, insistimos, a sus copias administrativas- es la enorme trascendencia de sus asuntos propios mientras dura el recreo y la no menos enorme liviandad en la valoración de los mismos en cuanto suena el pitido que le pone final.
Los chulitos, barandas, campeones, cotillas, abusones, abusados, justicieros o populares, junto con las actividades que desarrollan durante el rato de esparcimiento colegial, se evanescen de forma tan inmediata como repentina con la mera vuelta a las aulas y la recuperación del estado lectivo. De hecho, la gran mayoría de sus apasionantes -mientras duran- sucesos, no merecen ser recordados un par de días después. Menos mal, porque el mundo del recreo es, en realidad, tan ruidoso como intransitable e improductivo.
Todo el funesto asunto del mangoneo en las colas de los bebederos, los lugares prohibidos por unos mayores amenazadores practicando misterios insondables, carreras sin dirección ni sentido, golpes, caídas o trueques de bocadillos más o menos suculentos, conforman una realidad aparte que no llega a afectar ni a sus mismos protagonistas. Aunque, visto lo visto, debemos preocuparnos por la posibilidad de que aparezcan colectivos afectados por las consecuencias de los desplantes recibidos en aquellos ratos de asueto que consigan la implantación de una Dirección General para el reparto de las indemnizaciones a que puedan dar lugar sus distintas cuitas.
Tal vez sea todo una mera cuestión de gobierno y mando. Ese rato de ocio del recreo se supone gobernado y regulado por todo tipo de normas de todos los niveles, hasta alcanzar los reglamentos del colegio y el pito del infortunado profesor cuidador. Pero como submundo particular dispone de sus propias reglas internas. En el patio, quien manda, manda. Imparte su justicia, reparte sus prebendas, impone sus prohibiciones y regula su tráfico e intercambios. No es tan extraño que produzca sus propios especialistas y técnicos, que saben cómo manejarse en sus variadas situaciones. Lo que sí es un poco raro es que, de mayores, hayamos dejado nuestros asuntos públicos en sus manos.