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Muy de tarde en tarde, y me inculpo, visito el pulcro cementerio mercadalense en memoria de mis mayores. Paro un momento en su ceñida capilla que huele a incienso donde, en muy modesta opinión, se nota a faltar un pequeño banco, que tal vez ayudaría con su respaldo a ordenar nostalgias, aclarar pensamientos y repasar las familiares ausencias, en silencio…

Ingenuo, desearía que el tiempo se hubiera detenido en Es Mercadal, cuando de niño era más príncipe que mendigo, en alusión a Mark Twain. O, grumete galdosiano bien arropado en cubierta, como la vez que, en la primera comunión, micrófono en ristre, perdí el punto en el breviario, que contuvo el aliento de mis parientes, bajo la inquieta mirada del rector Florit. A todo esto, en un soplo, encontré el punto extraviado para alivio de muchos.

Me consta que las lágrimas de mi primer día de escuela por una bofetada inclemente, que recibí de una docente histérica y de supuesta hechura biliosa, no serían nada en comparación con las que por dentro y por fuera derramé cuando fallecieron los míos, que fueron días de inmenso dolor. Sé que el paso del tiempo suaviza las cicatrices como también que nuestros seres queridos permanecen para siempre en nuestros corazones; y, me sosiega intuir que habrá un día siguiente mejor, cuando observo a mi nieta de tres años revoloteando y explicando, a su manera, que su abuela María no está porque ha nacido…

Así, literal, como lo cuento.