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Al margen de los paseos matutinos que me doy, por aquello de que hay que hacer algo de ejercicio para conseguir mantener la máquina más o menos en forma, de vez en cuando mis amistades me sacan de mi castillo para trasladarme al suyo y poder compartir a manteles buenos manjares y buenas compañías. Este pasado martes me invitaron junto con mi mujer a una casa en pleno campo, en plena y salvaje naturaleza, Es como un oasis rodeado de matorrales y piedras de todo tamaño. Acabada la comida, mi amigo me hizo de guía para enseñarme la enorme extensión de sus terrenos en los que la vista se perdía hasta el infinito.

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En gesto casi bíblico, levantando su brazo y señalando con su índice me dijo «Jesús, todo eso hasta donde alcanza tu vista es mío» y yo solo esperaba que tras esa diabólica ofrenda añadiera eso de que «si me adoras todo eso será tuyo», pero no, como es lógico, las palabras no se materializaron. Debo reconocer que mis pies de urbanita no tienen el suficiente callo para resistir el caminar irregular sobre tantas piedrecillas y no me extrañó reconocer que muy probablemente Mario Verdaguer inspirara en un terreno semejante acompañado de rachas de viento del norte, su novela de aire menorquín «Piedras y viento». Y como todas las cosas suelen tener punto y seguido, ayer domingo volvimos a reunirnos a manteles en casa de otros amigos, esta vez con vistas al mar y piso llano. Al fin y al cabo, yo voy donde mis pies me llevan y donde mis amigos me conducen.